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Arde la vida - Magali Tajes

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para estar ahí sola, a esa hora. Yo alcé los hombros, confundida, y salí

apresurada del parque. Cuando llegué al hostel, miré el mapa. La parte norte

del parque estaba pegada a Harlem, el mítico barrio peligroso de Manhattan.

Juré tener más cuidado al día siguiente. Pero perdí conmigo misma: No supe

no perderme.

Así fue que a las ocho de la mañana de un domingo, emprendí viaje al sex

shop más conocido de la ciudad. Terminé en la zona de correos, rodeada de

tachos de basura y al margen del bullicio de las personas. Unos kilómetros

después encontré un río. A lo lejos se veía la estatua de la libertad. Y sonreí

acordándome esa frase que leí una vez en una pared: En Estados Unidos, la

libertad es una estatua.

Llegó un nuevo día y deseé tener más suerte, o en su defecto, orientación.

No sucedió. Desemboqué cinco veces en donde alguna vez estuvieron de pie

las torres gemelas. La primera vez pensé en la tragedia del 11 de septiembre.

La segunda vez le sumé detalles a los recuerdos que tenía de ese día. La

tercera vez revoleé el mapa. Y corrí media cuadra para recuperarlo. La cuarta,

cerré los ojos e inspiré con fuerza. La quinta, me senté en un banco y me

quedé mirando a las personas.

Se parecen bastante a los porteños los neoyorquinos. Caminan apurados,

miran su reloj, están serios, preocupados, estresados. Se mezclan entre los

turistas, que se caracterizan por comportarse exactamente de la forma

opuesta. No piden permiso, comen mucha comida chatarra, los hombres van

de traje y las mujeres de pollera y camisa, hablan por celulares de gran

tamaño, van leyendo el diario. Los miré un rato largo y supe que no quería

ser así. También supe que la ciudad te convierte en eso. Y asumí que hay

formas de escaparse de ese destino. Sólo hay que encontrarlas.

El cuarto día volví al hostel de noche después de pasar el día

perdiéndome por el Greenwich Village. Me senté a merendar en el comedor y

se acercó un chico carilindo, sonriente y bajito como yo. Empezó

hablándome en inglés, y terminamos la conversación en castellano. Él

también era argentino, se llamaba Luciano, estaba en Estados Unidos hacía

un mes y planeaba quedarse otro. Quería recorrer varias ciudades, tomarse un

tiempo sabático de las obligaciones. Hablamos de lo que habíamos visitado

antes de arribar a Nueva York. Yo le conté de Disney, y de mi rechazo por

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