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Arde la vida - Magali Tajes

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creérmelo. Y no sale. No es veraz. La nena se fastidia, y empuja más fuerte.

Correte, adulta. ¿No ves que queremos jugar? Y entonces un compañero hace

el espacio para que surja un personaje y yo me olvido de mi edad y mis

complejos, y actúo. Y él me sigue. Y yo lo vuelvo a intentar. Y se suma una

compañera. Y estamos, de repente, envueltos en una trama que no planeamos,

involucrados en una realidad suspendida, paralela, y más humana. Así de

sencilla y así de loca es la máquina teatral.

Todos los miércoles una nueva experiencia. Mirar a alguien a los ojos, sin

prejuicios. Tomar la mano de alguien, sin excusas. Reír porque sí. Llorar

porque sí. Morir. Pelear. Soñar. Dejar. Ilusionarse. Tomar aviones invisibles,

correr sin estar apurada, hacerse preguntas existenciales, callar sin la

incomodidad del silencio. Fundirte en un abrazo con alguien que apenas

conocés. Emocionarte en esa intimidad espontánea. Y besarte, ciertas veces,

con la pasión con la que se besa a los grandes amores. Y enojarte, ciertas

veces, con la furia que se despierta con las grandes decepciones. Darte cuenta

de que todos esos personajes que hacés tienen algo tuyo, que hasta ese

momento, era ajeno a vos.

El teatro me permite vivir muchas vidas en una sola. Me es imposible no

ser feliz mientras actúo. Soy feliz incluso cuando me aburro de mí, cuando

estoy cansada de la semana y la ciudad, cuando estoy triste. Se encienden las

luces y esas cosas se disipan, pierden valor. La ficción golpea la puerta y yo

le abro, y la dejo pasar. Le recuerdo que siempre es bienvenida. Le pido

disculpas por no haberle dado antes la dirección para llegar. Y le agradezco

que me ofrezca una realidad diferente a la de todos los días, y en simultáneo,

tan igual.

Uno de los más grandes regalos que me dio el teatro se llama Florencia.

Yo venía cansada de hacer stand up con mis herramientas, y ella prometió

brindarme nuevas. Al principio, como siempre, desconfié. Entonces ella me

miró de arriba a abajo, y me preguntó: ¿Por qué no venís con zapatillas a

entrenar? Porque no uso zapatillas. ¿Cómo que no usás? No, no uso. ¿Y si

vas a una plaza? Tampoco. Me pongo sandalias. Se quedó unos segundos

callada, con los ojos entrecerrados y decretó: Bueno, ahora vas a hacer stand

up en zapatillas. ¿Qué? No, no, no. Yo hace años que no me pongo zapatillas.

Por eso. ¿Cómo por eso? No. ¡Voy a quedar como una crota! No te estoy

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