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reímos, ella estuvo enojada varios días.
Adoraba la playa y acostarse al sol. Cuando no la dejabas entrar a la
cocina, se metía por la ventana. Una vez se tiró un pedo en la cara de mi
mejor amiga. Mi mejor amiga la bautizó «Perra pedorra». No jugaba con
otros perros. Caminaba apurada, por eso Daniel le había puesto Tiki. Sus
pasitos hacían tiki, tiki, tiki. El mar y los gatos le daban miedo. Cuando mi
vieja nos retaba, se escondía abajo de la mesa. Le gustaba enterrar huesos en
las macetas. Se limaba las uñas atrás del sillón. Se desesperaba por el pollo,
el bizcochuelo de vainilla y el asado. No comía pizza ni salchichas.
Escatimaba los besos, te los daba cuando quería. Odiaba que le sacaras fotos.
Cuando le cortábamos el pelo, no salía de la cucha. Sólo hacía pis en la mitad
de la calle. Los autos nos tocaban bocina, y ella los miraba con cara de «No
me apures, estoy haciendo algo importante».
Nos mudamos a un departamento y no quiso jugar más. Mi mamá decía
que estaba deprimida, como ella, por el encierro. Le empezó a fallar el hígado
y no pudo comer más «comida humana». Estuvimos semanas dándole
alimento canino envuelto en queso, porque solo no lo probaba. Discutí con
mi vieja porque para mí era injusto darle de comer algo que no le gustara.
Ella me respondió que eso comían todos los perros y que Salomé se iba a
acostumbrar. Insistí y me retrucó; No puede ser tan feo. Entonces agarré la
bolsa de alimento, y me metí cinco piedras de carne en la boca. Fue lo más
horrible que comí en la vida, y eso que existe el mondongo. Mi vieja me gritó
«¡Escupí eso, Magalí!». Le dije: «¿Viste que es un asco?». Y ella respondió:
«No me hables ahora que tenés un aliento de mierda».
Le volvimos a dar comida humana. El hígado volvió a fallar, y Salomé no
tuvo más remedio que acostumbrarse a ese patético sabor del alimento
balanceado.
Cuando cumplió catorce años, nos mudamos a una casa y Salo cambió.
Se volvió, en contra de los pronósticos de la edad, una perra más feliz e
inquieta. Se la pasaba caminando de un lado a otro, saltando, buscando otra
vez la pelota de tenis por los rincones. También empezó a hacer cosas raras,
como esconderse atrás de una planta y pasar horas ahí, mirando la pared. Yo
empecé a pensar que tenía una especie de Alzheimer. Pero nunca le hicimos
estudios. La veíamos más viva que siempre.