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La brújula rota
Me pierdo todo el tiempo. Tengo la brújula rota. Me pierdo y me gusta
perderme. Salgo a caminar, y me guío por la intuición, que casi siempre falla.
A veces, tardo media hora en trayectos de cinco minutos. Miro la guía, e
igual me pierdo. Sigo caminando, la música me acompaña. Paro, me saco un
auricular, hablo con la gente. «¿Ubicas Humahuaca?», inquiero confundida.
«Disculpá, ¿tenés idea dónde queda Defensa?». Hago preguntas idiotas:
«¿Esta es Corrientes?».
Yo identifico las calles por sus paisajes, por sus negocios. Sé que en
Acoyte hay un Havanna, y Gascón es la del maxikiosko que indica sus 24
horas con un cartel azul. Avenida de la Plata empieza en un Mc Donald’s, y
si voy a visitar a mi amiga Gisela en Alsina, tengo que esperar que pasen dos
plazas para bajarme del colectivo. Cuando voy a estudiar guión, apenas vea la
casa que está llena de grafittis tengo que doblar a la derecha y de ahí son
cuatro cuadras más. Es más difícil recordar todos esos detalles que aprenderse
las calles. Pero pierdo conmigo misma: No sé no perderme.
En verano de 2013 viajé a Estados Unidos. Estuve sola en Nueva York
diez días. Perderse en una ciudad tan ajena tiene sus encantos. Y sus terrores.
La primera noche me perdí en el Central Park. Atravesaba un sendero por
el norte del parque, cuando me sorprendió un muy yanki: What the fuck,
girl?!
Tres chicos negros, vestidos con onda rapera, abrían los ojos con sorpresa
y agitaban los brazos mientras exclamaban que estaba completamente loca