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La niña y la adulta
Se encienden las luces, y con ellas mi alma. Aparecen cuerpos habitando un
espacio, rozándose, chocándose. Cuerpos con cicatrices, con tatuajes, con la
marca del tiempo. Cuerpos bailando, moviéndose, paralizados. Cuerpos
extraños, cerca. Cuerpos puestos ahí, cuerpos expuestos ahí.
Y de este lado, las miradas. Ojos sorprendidos, ojos avergonzados, ojos
curiosos, ojos horrorizados. Ojos deseosos, ojos apasionados, ojos
interrogantes, ojos emocionados.
Personas en un escenario gritan, lloran, cantan, caen al suelo. Hablan de
amor. Susurran de odio. Y por mis venas corre la desesperación, la
conmoción, la fabulación, la intriga. Quiero subirme a ese escenario y actuar
con esos fulanos. Sin embargo, no lo hago. Admiro la belleza de esa obra en
la que no participo más que sintiendo. Y sonrío. El teatro es ese lugar donde
me es imposible no sentir.
Mas tengo suerte, y una vez por semana estudio el arte de representar el
papel de una persona que no soy. Entonces juego a hablar en otros idiomas,
vestirme de otra época, peinarme de otras formas, usar diferentes tonos de
voz. Y la nena que creció inventando historias, cuentos, caras, se despierta y
me empuja a no tener vergüenza. Y la adulta que sabe de modales, de
obligaciones, y de protocolos, se duerme y me deja tranquila.
Los primeros cinco minutos de un papel, me esfuerzo terriblemente para