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Capítulo 9<br />

Enséñela a luchar<br />

Mi marido es un excéntrico de buena fe. Detesta viajar y le encanta pasarse<br />

horas perdido en los bosques. Cuando era estudiante en Dartmouth, se construyó<br />

un iglú para dormir los fines de semana (sólo en invierno, por supuesto). Toma<br />

parte en cualquier tipo de maratón que se le ponga a tiro: de bicicletas, de<br />

campo a través, urbano, incluso de canoas. Ha llegado a la meta en unos<br />

cuantos maratones importantes. Cose de maravilla y ha hecho una serie de<br />

chaquetas de abrigo para que estén calientes nuestras hijas cuando le<br />

acompañan a estudiar los árboles. Por lo general, duerme entre cinco y seis<br />

horas, y con frecuencia lee a Dostoievski hasta altas horas de la madrugada.<br />

No cree que sea importante regar el césped de nuestro jardín, de modo que<br />

siempre que llega el verano me siento avergonzada cuando vienen nuestros<br />

amigos a visitarnos. Va a trabajar montado en una furgoneta destartalada en<br />

cuyo parabrisas lleva una pegatina de Barf (un tipo de detergente de lavandería<br />

que se utiliza en Armenia). Y en más de una ocasión, alguno de sus pacientes<br />

se ha ofrecido a comprarle zapatos.<br />

Compartimos la consulta y, a menudo, nuestros amigos nos preguntan cómo nos<br />

las arreglamos para ser pareja matrimonial y pareja profesional. Yo encuentro un<br />

poco complejo este tema. Seguramente, compartir el trabajo de los pacientes es<br />

más fácil que compartir el de los hijos. Podemos discrepar sobre el tratamiento<br />

del asma o de la neumonía sin que salten chispas. Se trata de una simple<br />

diferencia de opinión. Pero, ¿qué sucede si se trata de nuestros hijos? Aquí

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