Arte e Educação - Fundação Bienal do Mercosul

Para aclararlo mejor, el arte tiene una historia muy
larga: es más antigua que el iluminismo,
probablemente más antigua que la primera
articulación política o filosófica. Los artistas del
pasado ocupaban papeles muy diferentes —de
artesanos a ilustradores y decoradores de la corte—,
sin embargo mi compromiso, así como el de
la mayor parte de mis colegas y, probablemente,
de todo el circuito artístico contemporáneo en
que operamos, es con un tipo de práctica artística
basada en la figura soberana del artista y con la
idea de que una obra de arte tiene representación
y puede transformar la sociedad.
Las bienales, como exposiciones de arte en gran
escala, constituyen una buena parte de esa
trayectoria histórica. Sin embargo, algo ha cambiado
y tal vez esa sea la razón por la cual haya
ocurrido una enorme proliferación de conferencias,
paneles y simposios sobre la función pública
del arte, sobre el valor de las bienales, sobre cómo
podrían ser mejores o significar más para la
sociedad. Me parece que algo se ha perdido en
este amplio proyecto y creo que eso tiene que ver
con la desaparición del público. En los años 80,
Martha Rosler observó que el público, en el sentido
de sujetos-ciudadanos comprometidos con una
organización política, estaba siendo sustituido por
un tipo de público meramente espectador 1 . Si la
entiendo correctamente, la diferencia está en la
naturaleza del compromiso y en las nuevas
posibilidades que el término permite. En este sentido,
el público espectador está constituido por
consumidores de ocio y espectáculo que no tienen
una organización política, medios o interés en
cambiar la sociedad (“¿mi voto realmente impor-
ta?”). Creo que eso que Rosler comenzó a observar
en los años 80 es hoy un hecho consumado:
mientras el público espectador de arte crece enormemente,
desaparece el público comprometido.
Seguramente, muchos van a discrepar con esta
opinión. Sin embargo, mientras caminaba
recientemente por la feria de arte Frieze, en Londres,
reparé en cómo esa situación pasó a ser una
regla: miles de piezas de arte siendo presentadas a
millones de personas que se movían entre ellas sin
que hubiese ningún tipo de relación entre ambas,
ninguna noción de cómo los objetos llegaron a
ese lugar, qué los unía, qué significaba aquella
exposición y por qué estábamos allí —una
situación en nada diferente a la que actualmente
ocurre en el Tate Modern o en cualquier otra
exposición de arte—.
Además, desde el punto de vista del artista, estas
afirmaciones sugieren un problema bastante
serio: la práctica artística, hoy, es ampliamente
atribuida a un modelo operacional en el que el
artista es alguien capaz de producir un objeto de
arte, una imagen o una situación que influye en
grupos de individuos que, a su vez, pueden influir
en el modo en que sus comunidades son
organizadas a través del ejercicio de su acción
política. Aunque esto no ocurra con todas las
obras de arte, lo que define la lógica subentendida
en la práctica del arte moderno y
contemporáneo es, en mi opinión, la
potencialidad de ese efecto transformador. ¿Qué
sucedería si el público dejara de existir y el ciclo
transformador quedara incompleto, aunque sea
potencialmente? ¿El artista volvería a desempeñar
algún papel histórico anterior, de comediante o
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