Arte e Educação - Fundação Bienal do Mercosul

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situación es bastante compleja y delicada. El
sentimiento estimulado por el individualismo
universal lleva a la invisibilidad de las diferencias
particulares. O, por lo menos, tiende a cegar los
ojos de la población a las prácticas discriminatorias
fruto del ejercicio de los derechos y las libertades
individuales. Los grupos sociales dominantes
tienen recelo de perder el dominio y una de las
alternativas para contener las levantamientos de
las minorías es hacer proliferar acciones
compensatorias que contribuyan a la reproducción
del statu quo. Las minorías, a su vez, buscan en la
constitución de grupos y movimientos y en las
acciones afirmativas el rescate de la seguridad perdida.
Lo que vemos es que el propio Estado, al
mismo tiempo que favorece la desigualdad y el
desequilibrio, produce políticas sociales que
simulan resolver esa situación.
Cualquier modelo de democracia se corrompe ante
la imposibilidad de instaurar justicia social en estos
modelos de sociedad. La democracia, en último
análisis, es una práctica basada en la opresión y
que invariablemente genera insatisfacción. Hago
esta afirmación teniendo en cuenta que la democracia
es un régimen que, de cierta manera, impone
la voluntad de la mayoría sobre la minoría. El
sentido de justicia asociado a esta práctica está
sustentado por la razón, por el universalismo de la
razón ilustrada que impone su modelo (el de la
racionalidad universal) como parámetro para lo
bueno y para lo justo. La suposición de que la
voluntad de la mayoría es la voluntad verdadera,
justa y buena se basa en el absolutismo de esta
razón, elevada a condición de diosa. La solución
democrática, como máximo, es una solución
razonable, y nada más que eso. Ésta se legitimaría
por el hecho de sustentarse en una lógica que
opera por el principio del tercero excluido, la lógica
del o esto o aquello, en que la fuerza será mayor
en el lado más numeroso (como si la cantidad
fuera un criterio neutro). El ejercicio de la democracia
podría ser representado por la tentativa de
reunir en una preferencia general las preferencias
individuales, o sea, promediar las preferencias
individuales de modo de agruparlas bajo el criterio
de proximidad de intención y, a partir de allí,
consolidar ese resultado como una especie de
voluntad social. Sin embargo, como la democracia
no significa unanimidad, siempre existirá la
sumisión de voluntades individuales bajo una
opción social por el bienestar colectivo.
De esta forma, tal vez debamos dirigir nuestra
atención hacia el origen de esta expectativa de
universalidad para tomar un desvío. Si nos
circunscribimos a la intención griega de acceder a
la justicia como acto pleno o valor absoluto a partir
de las prácticas mundanas, tenemos que considerar
que había en ello un conjunto de
condiciones dadas, de modo que esa justicia
quedaba restricta a una determinada esfera social.
El modelo griego de democracia significaba,
necesariamente, la desigualdad social. Si nos
circunscribimos al mundo cristiano medieval,
también allí encontramos, como condición para
que se piense la justicia, la desigualdad de
condiciones entre los individuos. Tanto el modelo
metafísico como el modelo teológico postulan
la realización individual por el altruismo, por la
renuncia de sí en favor del otro. O, por lo menos,
como nos muestra Rorty, nos “piden que creamos