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Elon-Musk-Ashlee-Vance

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pensaba que en las raíces más profundas de América estaba el deseo de la humanidad

de explorar territorios desconocidos. Le dio pena que la agencia norteamericana

encargada de alcanzar ambiciosos objetivos en el espacio y en la exploración de

nuevas fronteras pareciera no tener ningún interés real en explorar Marte. El espíritu

del destino manifiesto —a saber, la idea, acuñada en el siglo XIX, de que Estados

Unidos tenía la misión de expandirse— se había desinflado, por no decir que había

llegado a un final deprimente, y aquello no parecía importarle a casi nadie.

Como tantos otros proyectos destinados a revitalizar el alma de América y a dar

esperanza a toda la humanidad, la cruzada de Musk comenzó en la sala de reuniones

de un hotel. En aquel momento, Musk había logrado crear una red bastante respetable

de contactos en la industria espacial; a los mejores los reunía en una serie de salones;

a veces en el hotel Renaissance, en el aeropuerto de Los Ángeles; a veces en el hotel

Sheraton, en Palo Alto. Musk no tenía ningún plan de negocio sobre el que hablar con

ellos. Lo que quería era que lo ayudaran a desarrollar la idea de los ratones y Marte, o

al menos que alumbraran algo comparable. Musk aspiraba a conseguir algo grande

para la humanidad, algún acontecimiento que captase la atención del mundo, a que la

gente volviera a pensar en Marte y a reflexionar sobre el potencial del ser humano.

Los científicos y las luminarias que acudían a las reuniones tenían que concebir un

espectáculo técnicamente viable por un coste de unos veinte millones de dólares.

Musk presentó su dimisión como director de la Mars Society y anunció la creación de

su propia organización, la Life to Mars Foundation.

La acumulación de talento presente en aquellas reuniones celebradas en 2001 era

impresionante. Acudieron científicos del Jet Propulsion Laboratory (JPL) de la

NASA, así como James Cameron, quien aportó un toque de glamur a los encuentros.

Entre los asistentes se contaba asimismo Michael Griffin, cuyas credenciales

académicas eran espectaculares e incluían títulos en ingeniería aeroespacial,

ingeniería eléctrica, ingeniería civil y física aplicada. Griffin había trabajado en In-Q-

Tel —la empresa de capital riesgo de la CIA—, la NASA y el JPL, y estaba a punto

de marcharse de la Orbital Sciences Corporation, un fabricante de satélites y naves

espaciales, donde había ocupado el cargo de director técnico ejecutivo y supervisor

del grupo de sistemas espaciales. Se podría decir que no había nadie en todo el

mundo que tuviera más conocimientos sobre el tema que Griffin, y estaba trabajando

para Musk como director de desarrollo espacial. (Al cabo de cuatro años, en 2005,

Griffin se convirtió en el jefe de la NASA.)

A los expertos les entusiasmaba la idea de ver aparecer a otro millonario

dispuesto a financiar alguna aventura espacial interesante. Debatieron las ventajas y

la viabilidad de enviar roedores al espacio y observar cómo se apareaban. Sin

embargo, a medida que se sucedieron las conversaciones, empezó a surgir un

consenso sobre otro proyecto, algo llamado «Mars Oasis». Musk compraría un cohete

y lo utilizaría para enviar a Marte una especie de invernadero robótico. Un grupo de

investigadores había trabajado ya en una cámara de crecimiento de plantas en el

www.lectulandia.com - Página 72

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