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Patrimonio Cultural Hospitalario<br />
A partir del siglo XIX, bajo la antigua y aún presente estructura de percepción<br />
de la enfermedad, ésta se localiza en el espacio tridimensional de los cuerpos<br />
de pacientes individuales. El médico busca lesiones patológicas a través de los síntomas<br />
y el examen físico, y el paciente es el portador de esa patología y a su vez su<br />
traductor. En el interrogatorio médico, la lesión habla a través del paciente (el<br />
paciente como intermediario entre la enfermedad y la mirada médica) (Armstrong,<br />
1987).<br />
A partir de la década de 1950, se identifica una parte de la enfermedad como<br />
existiendo en los espacios sociales entre los cuerpos, en las relaciones sociales, y en la<br />
clínica se desarrollan nociones y técnicas específicas para monitorear ese espacio. El<br />
paciente (que antes era el “historiador” que daba voz a la patología que yacía en su cuerpo)<br />
ahora era también quien proveía la evidencia de las enfermedades de los espacios<br />
sociales.<br />
Así, se borra la distinción entre cuerpos enfermos y cuerpos sanos y se genera<br />
un nuevo modo de “ser paciente” que es la persona como compuesto de “riesgos” y la<br />
enfermedad pasa a localizarse también en patrones de comportamientos, en un espacio<br />
conceptual multidimensional cuyos ejes serán los determinantes psicosociales de los<br />
comportamientos, las creencias y las actitudes y los estilos de vida.<br />
La relación médico-paciente en la medicina contemporánea se encuentra cada<br />
vez más subsumida a una economía de la cura y organizada en torno del cumplimiento<br />
de una ruta técnica homogénea merced a la cual el médico diagnostica, prescribe, pronostica<br />
sobre el devenir de la enfermedad, separando al sujeto de su historia y también<br />
de su dolor e incertidumbre (Margulies y colab., 2006).<br />
¿Pero qué es lo que está presente en la palabra del paciente? (Cortés, 1997). Lo<br />
obvio: una demanda de cura, prescripción e información. Pero para quien sufre la enfermedad<br />
ésta no es simplemente un objeto de conocimiento y reflexión. Es al mismo<br />
tiempo un agente “desestructurador de la experiencia” (Good, 1994) que impone un<br />
proceso de gestión que sobrepasa la intervención médico-técnica y no se refiere exclusivamente<br />
a la toma de la medicación y las exigencias del mundo biomédico. En esa<br />
gestión confluyen los procesos particulares, privados, íntimos, la situación de fragilidad<br />
y padecimiento propia de la enfermedad y su tratamiento, y también los problemas de<br />
la accesibilidad a la atención médica, las dificultades económicas, la discriminación<br />
laboral, etc. (Recoder, 2005).<br />
Como la entendemos, en efecto, la enfermedad no ocurre solamente en los cuerpos,<br />
sino que acontece en los cuerpos en la vida (Good, 1994) y atraviesa el conjunto<br />
de las relaciones sociales en todos los planos. La enfermedad requiere de las personas<br />
afectadas una recomposición de la vida cotidiana, la configuración de una nueva normalidad<br />
y el desarrollo de estrategias de protección a través de distintas relaciones y<br />
soportes sociales.<br />
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