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a, que el retintín de una campanilla ylas melancólicas voces de los pastores.Mi sueño no era turbado por nada.Mis compañeros sabían, entre los cuatrohasta unas veinte palabras de francés;yo apenas podía decir dos palabras enárabe. El amigo que me había acompañadoy que me servía ordinariamente deintérprete (un español tratante en granos,á quien conocí en Milianah), no estabacon nosotros, porque se había empeñadoen seguir cazando; de modoque fumábamos nuestros cigarrillos ensilencio y bebíamos sorbos de negrocafé moro en microscópicas tacitas colocadasen una especie dé huevera de platafiligranada.De pronto un gran estrépito: los perrosladran, los criados corren, un spahi larguiruchocon albornoz colorado pára sucaballo en firme á la puerta déla tienda:—¿Sidi Daudi?Era un telegrama de París que me seguíala pista de aduar en aduar desdeque salimos de Milianah. Decía estas palabras:«Obra representada hoy, granéxito. Rousseil y Tisserant admirables.»Leí y releí aquel querido telegramaveinte veces, cien veces, como se hacecon una carta amorosa. ¡Figuráos queera mi primer estreno!...Viendo que mis manos temblaban deemoción y que en mis ojos se retratabala felicidad, los árabes me sonreían yhablaban entre sí. El más sabio de ellosllamó en su auxilio á toda la cienciapara decirme:—¿Francia... noticias... familia?...¡Ca! no: no eran noticias de mi fa-26

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