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urla! De pronto se oyen dos sonorascarcajadas: un frac negro y un vestidode gasa color de rosa que no había visto,haciéndose el amor en un rincón, y á loscuales divierte el chasco que acabo dellevarme. Quiero colocar la copa en susitio; pero estoy turbado, la mano metiembla, me engancho la manga no sé endónde. ¡Cae una copa, dos, tres, cuatrocopas! Vuelvo la cabeza, me dan sudores,y la blanca pirámide rueda por elsuelo con los centelleos, el ruido de huracán,los estruendos de una montaña dehielo que se desploma.La señora de la casa acude al oir aquelestrépito. Afortunadamente es tan míopecomo el principe valaco, y éste puedeescapar del comedor sin que lo vea.Pero de todas suertes, se me aguó lafiesta.Aquel destrozo de copitas y botellasme abrumó como si fuese un crimen.No pienso más que en marcharme...Pero la mamá de la Dubois, deslumbradapor mi principado, se coge á mis faldonesy no quiere que me vaya sin habersacado á bailar á su hija, es decir, ásus dos hijas. Me excuso como Dios meda á entender, me escapo, voy á salir,cuando un señor de edad, de sonrisafina, con cabeza de Obispo ó de diplomático,me cierra el paso. Es el doctorRicord, con quien he hablado algunaspalabras poco rato antes, y que, comotodos los demás, me cree de la Valaquia.—Pero, Príncipe, puesto que vive usteden el hotel del Senado, y que somos, porlo tanto, vecinos, espéreme. Ofrezco áusted un asiento en mi coche.Bien quisiera aceptar; pero he ido sinabrigo, y ¿qué diría Ricord de un príncipevalaco privado de un abrigo depieles y dando diente con diente, de fracy á cuerpo? Escapemos pronto; volvamosá pie, á pesar de la nieve y de laniebla, antes que dejar ver nuestra miseria.Miope, y cada vez más confundidoy turbado, llego á la puerta y me escurroá la calle, no sin antes dar de naricesen las paredes.—¿El señor no quiere su abrigo? megrita un lacayo.Y ya me tienen ustedes, á las dos de