dos que volvían á su memoria, excitadapor los libros y por nuestras conversaciones.Se verificaba un cambio hasta ensu ser físico, impulsado por el esfuerzointelectual.Desgraciadamente, las cosas déla vidaiban á separarnos. Y cuando yo me volvíá París para pasar el invierno, Raúl cogíade nuevo sus herramientas y volvíaá los talleres del ferrocarril de Lyon. Lovi otras dos ó tres veces en seis meses;cada vez más flaco y más variado, desesperadoal ver que decididamente erademasiado débil para su oficio.«Pues entonces déjelo usted, y ya buscaremosotra cosa.»Pero él quería seguir luchando todavía,por miedo de afligir á su madre,ofendido en su orgullo de hombre. Y yono me atrevía á insistir, creyendo quesu mal no era tan hondo, y, sobre todo,temiendo hacer un vago, un perdido deaquel pobre maquinista, bautizado conun nombre de personaje de novela.Pasó tiempo. Un día recibí una esquelitaescrita con mano temblorosa: «Enfermoen la Caridad, sala de San Juanen una camilla, porque como el invierno,que ya iba de vencida, había sido tancrudo, ya no quedaban camas disponiblesen la sala reservada á los tísicos.En cuanto la muerte dejase un hueco,lo ocuparía Raúl. Me pareció muyenfermo, con los ojos hundidos, la vozbronca, y sobre todo, la imaginación impresionadapor las tristezas que le rodeaban,aquellas quejas y lamentos,aquellas toses desgarradoras, el rezo dela Hermana de la Caridad á la caída dela tarde, y el capellán, en zapatillas encarnadas,ayudando á bien morir á desesperadosagonizantes.Tenía miedo de morirse allí. Yo meesforcé por tranquilizarle, asombrándomede que su madre no hubiera hechoque lo asistiesen en su casa. «Es que yono he querido,» me dijo la pobre víctima...«Ellos prosperan, están edificandode nuevo, y yo les hubiera estorbado;» ycomo para contestar al reproche que lehacían mis ojos, añadió: «¡Oh, mamá esmuy buena!... Me escribe, viene á verme.»Tengo el convencimiento de que56
mentía; su miseria, lo desnudo de su colchahospiciana, sin el menor recuerdo alrededor,sin una naranja siquiera, olía alabandono. Se me ocurrió, al verlo tansolo, tan desgraciado, hacerle escribir loque veía, lo que sufría allí, convencidode que su espíritu se impresionaría másaltamente de ese modo. Y luego... ¡quiénsabe! Aquello pudiera ser un recursopara aquel ser altivo, al cual era muy difícilhacerle aceptar dinero alguno. Encuanto se lo dije, el enfermo se incorporó,agarrándose á las dos palomillas demadera colgadas á la cabecera de sulecho.—¿De veras? ¿Es de verdad? ¿Cree ustedque puedo escribir?—Lo sé positivamente.Y la verdad es que en los cuatro artículosque Raúl me envió desde el hospital,apenas he tenido que tocar diez palabras.El estilo era sencillo y sincero,de un realismo conmovedor, que cuadrabaá las mil maravillas al título que losencabezaba: La vida en el hospital. Losque hayan leído aquellas columnas en un. efímero periódico de Medicina, el Diariode Enghien, no habrán supuesto ciertamenteque estaban escritas sobre untablado, y gracias á un esfuerzo hechoen medio de los sudores de una fiebre.¡Y qué contento el pobre muchacho cuandole llevé el dinero que habían dadopor sus artículos! No quería creerlo; dabavueltas y más vueltas entre sus dedosá las monedas de oro, én tanto quelos enfermos de las camas próximas estirabanel cuello para ver de dónde procedíaaquel ruido de oro, completamentedesusado. Desde aquel día el estudioque él hacía embelleció á sus ojos el hospital.Salió de allí algún tiempo después,gracias á un esfuerzo de sus pocos años,pero los practicantes que lo cuidaban medijeron que se hallaba en un estado gravísimo.Su herida subsistía, pronta áabrirse de nuevo, incurable, sobre todosi aquel infeliz volvía á emprender elrudo trabajo de su oficio entre el hierroy las máquinas. Recordé yo entoncesque cuando tenía su misma edad y enuna crisis para mi salud bastante grave,una temporada de algunos meses en Argeliame hizo muchísimo bien. Me dirigí
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