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32 TREINTA ANOS DE PARÍSParís. ¿Tenía allá, en el fondo de su corazón,algunas simpatías por los insurrectos?No me atrevería á jurar que no.¿Pensaría que, después de todo, puestoque las cartas seguían llegando á París,alguien había de quedarse allí para clasificarlasy distribuirlas? Es posible tambiénque lo pensara. Acaso no le fuerafácil salir de la capital súbitamente consu mujer y dos hijas ya pollas. En Paríshubo entonces muchos pobres diablos enuna situación semejante; hombres queacudieron á las barricadas forzados pollascircunstancias; insurrectos sin sabercómo ni por qué. El caso es que si, á pesarde las órdenes de Thiers, mi amigopermaneció en su oficina, detrás del enrejadode la ventanilla, apartando cartassin hacer caso del estruendo de labatalla; el caso es, digo, que no quisode la Commune ni ascenso, ni aumentode sueldo. Cuando la insurrección fuévencida, él se vió—y muy contento conque no le entregaran á un consejo deGuerra—en medio de la calle, destituído,en vísperas de hallarse en condicionesde obtener su jubilación. DesdeVILLEMESSANTaquel momento empezó para él unaexistencia verdaderamente lamentabley por todo extremo cómica. No se habíaatrevido á participar á su familia su cesantía;todas las mañanas sus hijas lepreparaban camisa limpia y bien planchada(un funcionario público debe sercuidadoso de su persona); le hacían alegremente,como siempre, el lazo de lacorbata, y le daban un beso en la puerta

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