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332 TREINTA AÑOS DE PARÍSnada suyo, y mucho antes de que un amigomío, á su regreso de Inglaterra, medijese las simpatías de David Copperfieldhacia Poca-Cosa. Un autor que escribesegún ven sus ojos y según piensasu conciencia, no tiene nada que responderá esto, como no sea que hay ciertosparentescos de espíritu, de los cuales nose es responsable, y que el día de la granfabricación de los hombres y de los novelistas,la naturaleza, sin duda distraída,pudo muy bien mezclar las pastas.Yo siento en mi corazón el amor de Dickensá los pobres, á los desgraciados,á la infancia mezclada en las miserias delas grandes poblaciones; he tenido, comoél, una terrible entrada en la vida y laobligación de ganarme el pan antes decumplir dieciséis años; supongo que eneso estriba nuestro parecido. A pesar detodo, fué para mí una gran contrariedadaquella conversación con Gilí, y renunciandoá mi muñequera, traté de buscarotro oficio á la hija de Delobelle. Peroesas cosas no se inventan; y ¿dónde ir áencontrar una profesión tan poéticamentequimérica como la de vestir muñecas,y que permitiese hacer lo que yo habíapensado: un tipo de gracia exquisita enla miseria, de sueño sonriente bajo lasennegrecidas vigas de una guardilla, dededos capaces de dar cuerpo á las ilusionesdel deseo? ¡Ah! ¡Cuántas cosas sombríasregistré aquel año, cuántas escalerasoscuras, con pasamanos de cuerda,subí, en busca de mi ideal, entre el númeroinfinito de pequeñas industrias! Alfin, cuando ya desesperaba, mi terquedadobtuvo su recompensa.Un día, en la calle del Temple, en unode esos cuadros que hay en las puertasde algunas casas, en las cuales se inscriben,para comodidad de los parroquianos,todas las industrias que hay en lospisos del edificio, leí este letrero doradoque me deslumhró: