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312 TREINTA AÑOS DE PARÍSLa barba sonrió, y contestó modestamente:—Me ocupo de la música.Por lo general, los hombres de letrastienen horror á la música. Bien sabidaes la opinión de Gautier sobre «el másdesagradable de todos los ruidos.» Lecontede Lisie y Banvilletienen la misma. En cuantoabren un piano, Goncourtencoge la nariz; Zola: recuerda vagamente habertocado algún instrumentoallá en su juventud;no sabe ya cuál era. Elbueno de Flaubert tenía sus pretensionesde gran músico; pero era por agradará Tourguenef, quien, en el fondo,no gustaba de más música que la quehacían en casa de las Viardot. A mí meagradan todas, todas, la sabia y la ingenua,la de Beethoven, Gltick y Chopin,Massenety Saint-Saens, una tarantela, elFausto de Gounod, y el de Berlioz, lascanciones populares, los organillos ambulantes,el tamboril y hasta las campanas.Música que hace bailar, música quehace soñar, todas me hablan, todas meproducen una sensación. La melopeawagneriana se apodera de mí, me arrolla,me hipnotiza, como el mar, y los conciertosde unos gitanosme dejaron sinver la Exposición.Cadavezque aquelloscondenados violinesme cogían alpasar, no podía seguiradelante. Tenía quequedarme allí oyéndoloshasta la noche, delantede una copa de vinode Hungría, con la garganta apretada,los ojos como los de un loco y el cuerpotodo sacudido al compás de los nerviososacordes de aquella música.

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