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26 TREINTA AÑOS DE PARÍStes, todo París, es decir, una parte infinitamentepequeña de París que viveentre el Gimnasio y el teatro de la Ópera,Nuestra Señora de Loreto y la Bolsa,y que cree que ella sola vive: corredores,cómicos, periodistas: sin contarla legión agitada, atareada, de los buenosconcurrentes al Boulevard, que nohacen nada. Veinte ó treinta oficialesde peluquero rizan ó afeitan á todo eso.Vigilándolo todo, sin quitar ojo de lasnavajas de afeitar y de los botes de pomada,va constantemente de una parteá otra el maestro Lespés, hombrecillodespabilado á quien habría podido hacerengordar la fortuna — porque es muyrico,—pero al cual cierta ambición mantieneen unas carnes regulares. En esacasa, verdaderamente predestinada, esdonde hace veinte años, en el mismo entresuelodonde Lespés afeita, tenía ElFígaro sus oficinas. Allí- estaba el corredor,la ventanilla para hacer las suscriciones;y detrás de un enrejado dealambre, los ojos redondos y el pico delbueno de Legendre, siempre furioso,rara vez amable, como estaría un loroque fuese cajero. Allí estaba la redacción(con el letrero: No se permite la entradaal publico, en los cristales raspadosde la puerta); algunas sillas, unamesa grande con inmenso tapete verde.Me parece estar todavía viendo aquello,y me veo á mí mismo, tímido y encogido,sentado en un rincón, con miprimer artículo paternalmente enrolladoy atado debajo del brazo. Villemessantno habí-a llegado aún; me dijeronque esperase, y esperé.Aquel día habría media docena de redactoresalrededor de la mesa, ocupadosen desdoblar periódicos y en escribir.Reían, charlaban, echaban cigarrillos:estaban alegres como castañuelas.Entre ellos había un hombrecito de caraencarnada y de cabellos completamenteblancos, echados hacía atrás, que le dabancierto aire de gallo con cresta. EraPablo d'Ivoy, el célebre cronista, arrebatadoal Correo de París á fuerza dedinero; Pablo d'Ivoy, en fin, cuyos honorariosfabulosos (eran fabulosos en aquellaépoca, aunque ahora no lo pareceríantanto) causaban envidia y admira-r, ****

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