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concierto fueron cerradas por habersedeclarado en quiebra el empresario.Entonces empezó la voltereta desenfrenada.De silba en silba, de berrido enberrido, creyendo siempre en sus triunfosy siempre persiguiendo la quimerade una contrata, el tamborilero rodóhasta los tugurios de las afueras, dondese cantó con un piano desvencijado portoda orquesta, con gran satisfacción porparte de un público compuesto de boterosderrengados y borrachos, y de gentede poco más ó menos que van á pasarun domingo de campo.Una tarde—acababa de terminar el inviernoy apenas había comenzado laprimavera—pasaba yo por los CamposElíseos. Un café cantante al aire librede los que se ponen allí, más madrugadorque los demás y adelantando la temporada,había colgado de los árboles,todavía sin hoja, sus farolillos de colores.Hacía niebla; el tiempo estaba triste.Oí un ¡tu... tu!... ¡pan... pan!... ¡Él otravez! Lo entrevi á través de la claraboya,tocando en el tamboril un aire provenzal,delante de una media docena deespectadores, que sin duda habían entradocon billetes de favor, y que teníanlos paraguas abiertos para resguardarsede la humedad. No me atreví á entrar.En rigor, todo aquello era culpa mía.Tenía laculpami imprudente entusiasmo.¡Pobre Buisson! ¡Pobre cigarra mojada!

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