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la madrugada, lejos de mi casa, perdidopor las calles, hambriento, helado y conel diablo en el cuerpo. De pronto el hambreme inspiró; se me ocurrió una idealuminosa. ¡Si fuese á la plaza de los Mercados!A menudo me habían hablado delos mercados y de cierto cuchitril, abiertotoda la noche, donde daban racionesde suculentas sopas con coles por quincecéntimos. Sí por cierto, iré al Mercado.Me sentaré allí á la mesa como un vagabundonocturno. Pasaron mis vanidades.El viento corta y tengo el estómago vacío.¡Mi reino por un caballo! decía elotro. Y yo, tiritando de frío, me dije: ¡Miprincipado, mi principado valaco poruna buena sopa en un sitio caliente!Era por el aspecto un verdadero tugurioel famoso establecimiento, que se hallabamedio escondido, lleno de polvo ymiserablemente alumbrado, bajo los pórticosdel Mercado viejo. Muchas vecesdespués, cuando el trasnochar estaba demoda, hemos pasado allí noches enterasentre futuros grandes hombres, apoyadosde codos en la mesa, fumando y charlandode literatura. Pero confieso que laprimera vez estuve á'punto de retroceder,á pesar del hambre que tenía, anteaquellas paredes ennegrecidas, aquelhumo espeso, aquellas gentes que habíasentadas delante de las mesas, roncandocon la espalda apoyada en la pared, ólamiendo sus raciones de sopa como sifueran perros; estuve á punto de retrocederante aquellas gorras de Tenoriosde arroyo, aquellos anchos sombrerosde fieltro blanco de los mozos crudos delmercado, y la blusa honrada del vendedorambulante junto á los harapos delmerodeador de las afueras. Entré, sinembargo, y debo declarar que mi fracnegro se encontró en seguida con compañía.No son raros en París, después de lamedia noche, los que andan de frac, ácuerpo, y con hambre suficiente paracomerse una ración de sopa de coles.Sopas de coles que son muy exquisitaspor cierto; olorosas como un jardín yhumeantes como el cráter de un volcán.Repetí dos veces, aunque la costumbre,inspirada por una saludable desconfianza,de sujetar los tenedores y las cucha-

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