TREINTA AÑOS DE PARIScombatientes se quitaron la camisa, ápesar de la lluvia; y, á no haber sido porla gravedad de las circunstancias, cualquierase hubiese echado á reir, al verfrente á frente aquel hombrecillo regordetey blanco, en camiseta de franela derayas azules, poniéndose en guardia correctísimamentecomo en una sala dearmas, y á Rochefort, larguirucho, seco,amarillo, amojamado y tan lleno de huesos,que era cosa de dudar si en todo sucuerpo habría sitio donde clavarle la espada.Desgraciadamente había olvidado durantela noche todas las lecciones delsargento mayor; cogía la espada comosi fuese un cirio, y atacaba como un tordo,quedándose siempre descubierto. Alprimer asalto recibió una estocada, queresbaló por la cadera. ¡La espada le habíatocado, pero muy poco! Aquel fué suprimer lance.No asombraré á nadie si digo que yaen aquella época Rochefort tenía ingenio;pero era una especie de ingenio haciaadentro, de esencia particular, queconsistía, sobre todo, en palabras cor-ENRIQUE ROCHEFORTtantes, largo tiempo rumiadas, en asociacionesde ideas asombrosas por lo imprevistas,en burlas monumentales, enbromas frías y feroces, en fin, que dejabaescapar por entre sus dientes siempreapretados, con la voz de Cham y conla silenciosa sonrisa de Bas-de-Cuir.Desgraciadamente aquel talento permanecíahelado y era inútil. Todo aquelloera bueno para dicho entre cuatro amigosy reir un poco; pero escribirlo, imprimirlo,emprender á través de la literaturatan atrevidas cabriolas, era cosaque parecía imposible de hacer. Rochefortno se conocía; como sucede siempre,una casualidad, un accidente imprevistovino á que se revelara á sí mismo.Tenía por amigo, por compañero inseparable,un fantoche bastantesingular, cuyonombre provocará de segurolasonrisaenaquellas personas de mi edad que recuerdenhaberlo conocido. Le llamaban LeónRossignol. Verdadero tipo de padre septuagenario,puede decirse que había nacidoviejo. Largo y amarillo, parecía unalagartija escurriéndose en una cueva; álos dieciocho años tomaba rapé con ver-
dadero frenesí, tosía, escupía y se apo-,yaba con ademán digno en los bastonesde su papá. Amasado con elementos difícilesde conciliar, ó bien porque hubieseen él algo de loco, aquel pobre muchacho—quepor lo demás era un buenchico—tenia ¡cosa asombrosa! un miedohorrible á los golpes y un amor desenfrenadoá las querellas. Insolente y cobardecomo Panurgo, era hombre capazde provocar sin motivo á un carabineroque pasara por la calle, pero dispuesto,si el carabinero tomaba la cosa por dondequemaba, á hincarse de rodillas y pedirperdón con tales exageraciones dehumildad, que verdaderamente no se sabiasi enfadarse ó si echarse á reir. Enuna palabra, era un niño grande, endebley enfermizo, á quien Rochefort quería.precisamente por su carácter burlóny por sus picardías, al cual salvó en másde una ocasión de las graves consecuenciasque hubieran podido tener parasus costillas algunas bromas demasiadoatrevidas. Rossignol estaba empleado,lomismo que Rochefort, en las oficinas delAyuntamiento. Allí se hallaba colgado,en el último piso, debajo de las guardillas,en un despacho perdido al final de unlaberinto de escaleras estrechas y de corredores,y allí, encargado del material,distribuía con la mayor gravedad, y conarreglo á los pedidos que se le hacían,papel, plumas, lápices, raspadores, gomas,hilo para coser expedientes, balduquepara atarlos, tintas azules, tintasencarnadas, arenilla, calendarios, y quésé yo cuántas más cosas inútiles, de queles gusta rodearse á los desocupadosplumíferos de la Administración, y queson como las flores de la burocracia. Rossignol,naturalmente, tenía sus ambicionesliterarias también. Poner su nombreal pie de cualquier cosa impresa era susueño dorado, y nos divertiamos PedroVeron, Rochefort y yo en garrapatearlearticulejos y en improvisarle versos:versos que él llevaba en seguida, y llenode orgullo, al Tintamarre. ¡Singularesefectos de la irresponsabilidad! Rochefortresultaba cohibido por la imitacióny por las convenciones cuando escribíapara firmarlo él, y era originalísimo, teníaun estilo muy personal, cuando fir-
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