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táscelos cortinajes, las personas y los recuerdos;y en tanto que el siglo avanza,aquella vida paralizada, detenida; aquelhogar de otro tiempo, inmóvil comoanclado buque, van hundiéndose poco ápoco en el pasado.Una frase sola desharía el encanto.Pero ¿quién ha de pronunciar esa frasesacrilega? ¿Quién se atreverá á decir:cnos hacemos viejos?» Los habitualescontertulios menos que nadie, porquetambién ellos son de aquella época, yellos también se imaginan que no envejecen.Allí tenéis al Sr. Patin, al ilustre señorPatín, profesor de la Sorbona, echándoselasde muchacho;. allá, cerca dela ventana, en el rincón de la izquierda.Es un hombrecillo completamente blanco,pero con el pelo tan bien rizado, ybullendo tan discretamente, cual correspondeá un profesor de la Universidaden tiempo del Imperio.También está allí Viennet, el fabulistavolteriano, larguirucho y seco como lagarza de sus pobres fábulas. El dios de)salón, dios rodeado siempre, admirado,mimado, era Alfredo de Vigny, granpoeta, pero poeta de otra época, singulary añejo, con su apariencia de arcángely sus blancos cabellos lacios, demasiadolargos para su pequeña estatura.Alfredo de Vigny, al morir, legó á la señorade Ancelot su cotorra. La cotorrafué colocada en medio del salón, sobreun pie barnizado. Los concurrentes antiguosla atracaban de chucherías: ¡era laCotorra de Vigny! Algunos burlones lahabían puesto el apodo de Eloa, á causade su largo pico y de sus ojos místicos.Pero ésto es posterior; en la época enque fui presentado en casa de la señorade Ancelot vivía todavía el poeta, y lacotorra no mezclaba sus chillidos al formidablegorjear, que sin duda alguna ensón de protesta, salía de todas las jaulascuando el señor de Viennet trataba derecitar algunos versos.A veces el salón se rejuvenecía. Veíaseallí en esos días á Lachaud, el célebreabogado, con la hija de la señora de Ancelot,que era su mujer: ella un poco triste,él gordo y satisfecho, con una hermosacabeza de romano, de jurisconsultos^sr

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