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Jonquiéres, revolvieron en mí todo unmundo de antiguos recuerdos; y prontodejé mi drama para ponerme á escribiruna especie de autobiografía: El Pocacosa,historia de un niño.Comenzado en los primeros días deFebrero de iS66,aquel fogoso trabajo fuéhecho de un tirón y sin parar hasta lasegunda quincena de Marzo. En ningunaparte, en ninguna época de mi vida, nisiquiera cuando un capricho de silencioy de aislamiento me encerraban en latorre de un faro, he vivido tan completamentesolo. La casa estaba lejos delcamino, metida en el campo, separadahasta de la granja de donde dependía,y los ruidos de la cual no llegaban hastamí. Dos veces al día la mujer del colonome servía la comida en un rincón de laanchurosa sala comedor, que tenía cerradastodas las ventanas menos una.Aquella provenzal, tartamuda, negra,con la nariz desparramada como la de uncafre, como no comprendía la extrañatarea que me había llevado al campo enpleno invierno, me miraba con ciertadesconfianzo y terror, servía los platosde prisa y corriendo, se iba sin decir unapalabra, y procurando no volver la cabezaatrás. Y esa era la única cara que vimientras duró aquella vida de anacoreta;con la única distracción de salir al anochecerá dar una vuelta por las alamedasde plátanos, que sacudían sus hojas alviento y que crecían bajo un sol frío yrojizo, saludado, al ponerse, por los discordanteschillidos de las ranas.Tan luego como terminé el borradorde mi libro, empecé á copiarlo, que es laparte dolorosa del trabajo, y sobre todocontraria á mi naturaleza de improvisadory de aficionado á escribir lo que sale.Ocupado con verdadero encarnizamientoestaba yo en aquella ingrata tarea,con el valor de un héroe, cuandouna mañana me sorprendió la mujer delcolono diciéndome en el áspero dialectodel país: «Señor, aquí hay un hombre.»El hombre era un parisiense, un periodistaque había venido á cierto concursoregional que se celebraba en un pueblode los alrededores, y que, sabiendo queandaba yo por allí, no quiso marcharse sinnoticias mías. Almuerza conmigo; charlo

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