Todo el citado personal, un tanto heterogéneo,se reunía los martes en lacalle de San Guillermo. Se llegaba tardepor la siguiente razón. En la callede Cherche-Midi, á dos pasos, colocadoallí expresamente como en són de protestapermanente, había un salón rival,el salón de madama Melania Waldor.Lasdos Musas habían sido amigas en otrotiempo; la señora de Ancelot había protegidoalgo las aficiones literarias deMelania, la cual se emancipó un día, ylevantó un altar enfrente de otro altar:lo mismo que ocurrió entre la señora deDeffand y la señorita de Lespinasse.Melania Waldor escribía. Se conocende ella novelas, versos y una pieza teatral:La Alcancía de Juanilla. Alfredode Musset, en un día de malísimo humor,ha hecho acerca de ella versos terriblesy soberbios, mezcla salpimentadade Aretino y de Juvenal, que, á falta demejor cosa, harían pasar á la posteridad,en alas de las publicaciones clandestinas,el nombre de la Musa. ¿Qué habríahecho Melania Waldor á aquel demoniode Alfredo? La recuerdo perfectamente,vestida de terciopelo, con cabellos negros,cabellos de color de cuervo viejo,que se obstinan en no blanquear, reclinadaen su diván, desfallecida y lánguida,con actitudes de romántica. Pero losojos se encandilaban, la boca se volvíala de una víbora en cuanto se hablaba deElla. ¡Ella! es decir, la otra, la enemiga,la vieja señora de Ancelot. Había entrelas dos guerra sin cuartel.La señora de Waldor había escogidoexpresamente el mismo día de la semana,y á eso de las once; cuando os queríaisescurrir para marcharos á la casade enfrente, unas miradas frías y airadasos clavaban en la silla. Teníais quequedaros, darle á la lengua, murmurarde la de Ancelot y ejercitarse en contaranecdotillas escandalosas. En la casa deenfrente se desquitaban contando, á propósitode la influencia política de la deWaldor, mil leyendas misteriosas.¡Cuánto tiempo perdido! ¡Cuántas horas'malgastadas en esos chismorreosvenenosos ó estúpidos en aquella atmósferade gusanillos mohosos y de calumniasrancias, en esos parnasos de cartón
donde no hay fuente que corra, ni pájaroque cante; donde el laurel del poeta tieneese color de cuero verde del cojínque usa para sentarse el jefe de una oficina!¡Y pensar que yo, yo también, hesubido á esos Parnasos! ¡Es menesterver de todo mientras se es joven! Peroaquello me duró lo que me duró el frac.¡Pobrecillo y querido frac en aquellaépoca! ¡Cuántas paredes de corredoresestrechos rozó con sus faldones! ¡Cuántospasamanos de escalera limpió consus mangas! Recuerdo también haberlolucido en los salones de la señora condesade Chodsko. La Condesa tenía pormarido á un sabio, ya viejo, al cual se leveía muy poco, y con quien no se contabapara nada. Ella debía haber sido muyguapa; entonces era una mujer alta,muy erguida y muy flaca, de aspecto dominantey casi malvado. Decía Murger,muy impresionado por ella, que la habíapintado en su Madama Olimpia. Enefecto, Murger tuvo una temporada deviajar por el gran mundo, y ese granmundo fué el que descubrió. Gran mundoinstalado un poco alto, por cierto, conbastantes estrechuras, allá en un tercerpiso de la calle de Tournon, en tres habitacionestristes y pobres con balcones alpatio. Estaban, sin embargo, muy frecuentadospor gente no vulgar. Allí conocíá Philaréte Chasles, genio inquieto,pluma nerviosa, de la raza de los Saint-Simon y de los Michelet, cuyas asombrosasMemorias, batalladoras, endiabladas,hechas de acometidas y de paradasen firme, y llenas desde el primercapítulo hasta el último como del chocarcontinuo de floretes y de espadas que secruzan, son publicadas hoy y pasan inadvertidasen un París verdaderamenteindiferente á todo lo que no sea ocuparseen cosas de pintura ó de política.Literato en el fondo, pero atormentadotoda su vida, como Balzac, por sus aficionesá llevar la existencia de un ricoy de un dandy, vivió, siendo bibliotecario,á las puertas mismas de la Academia, lacual, no se sabe por qué, no quiso admitirlonunca en su seno, y murió del cóleraen Venecia.Allí conocí también á Pedro Véron, áFiliberto Audebrand y á una pareja cu-
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