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pital con el pretexto de que lo cuidaríanmejor. La verdad es que el pobre muchachoveía próximo su fin y no queríadar á su amigo el triste espectáculo desu muerte...»Eso es lo que me ha proporcionado laexistencia. Durante mucho tiempo no vien esa historia más que una de tantastristezas ajenas que se cruzan con nuestraspropias tristezas.Había ocurrido todo demasiado cercade mi mirada de novelista; el estudio humanose perdía en mi emoción personal.Un día en Champrosay, sentado conGustavo Droz en el tronco de un árbolcortado, en medio de la melancolía quehay en los bosques las tardes de otoño,le conté la miserable vida de Raúl, ápocos pasos del caserón de ladrillos encarnados,donde pasó muchas horas deenfermedad , de amargura y de abandono.—¡Qué bonito asunto para un libro! medijo Droz muy conmovido.Desde aquel mismo día dejé á un ladoel Nabab, que estaba haciendo, y empecéá seguir esa nueva pista con ese apresuramiento,esa fiebre, ese estremecimientoen las puntas de los dedos queme acomete siempre al principio y alfinal de mis libros. Comparando la historiade Raúl con la novela Jack, es fácildistinguir lo verdadero de lo inventado,ó por lo menos—porque yo invento poco—loque he tomado de otra parte.Raúl no ha vivido en Indret ni ha sidofogonero. Sin embargo, me contó muchasveces que siendo aprendiz en elHavre, la proximidad del mar, el aurapasajera, llena délos cantares de los marineros,los martillazos del astillero dondecarenaban, le daban ganas de embarcarse,de acompañar en una de sus excursionesalrededor del mundo á algunade aquellas máquinas formidables queconstruía la casa Mazeline.Todo el episodio de Indret es imaginario.Necesitaba yo un gran centro manufacturerodonde se trabajase el hierro, yvacilaba entre Creuzot é Indret. Me decidípor éste á causa de su vida flu-