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ENRIQUE ROCHEFORT 217eos; por lo que toca á la espada, no recordabahaberla visto jamás, ni de cercani de lejos. Delvaille, en su cualidad deofendido, tenía la elección de armas, yescogió la espada. •—Bueno, dijo Rochefort, me batiré áespada.Se ensayó el duelo en casa de PedroVeron. Rochefort se resignaba á que lomataran, pero no podía consentir ponerseen ridículo. Veron llamó á su casaá un pobre diablo, sargento mayor dezuavos, inutilizado en Solferino, y muyexperto en saludos, ademanes y otrosbuenos modales de moda en las salas dearmas y en los cuartos de banderas:—.«Después de usted... No por cierto...Por ser obediente... Empiece usted, caballero.»Al cabo de diez minutos de esgrima,Rochefort podía brillar por su graciosaactitud con el más bigotudo Ramée. Losdos paladines tuvieron el encuentro alotro día, entre París y Versalles, en esedelicioso bosque de Chaville, que tanto-conocemos por ir allí los domingos á entretenerel tiempo menos belicosamente.Caía aquella mañana una lluvia menuday fría, que hacía burbujillas en el estanquey velaba con ligera neblina elcírculo verde formado por las colinas, lapendiente de un sembrado y los rojizosdesprendimientos de un arenal. Los28/ r TjSTW7

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