das furiosas de ojos negros, gritos derabia dirigidos hacia París: «¡Ah! ¡EseDaudet... si llega á venir por aquí... ayde él!...» Como en la historia de BarbaAzul: «¡Baja, baja... ó como yo llegue ásubir!...»En una palabra, y sin bromas: Tarascónestá indignado.Era en 1878, cuando la gente de provinciasabundaba en los hoteles, en losboulevares y en ese puente gigantescoechado entre el Campo de Marte y elTrocadero. Una mañana, el escultorAmy, tarasconés convertido en parisiense,vió aparecer en su casa un formidablepar de bigotes que había venido á lacapital en tren de recreo, con el pretextode la Exposición Universal, pero enrealidad para pedir explicaciones á Daudetsobre el bravo comandante Braviday sobre la Defensa de Tarascón, un cuentecillopublicado por mí en tiempo de laguerra con los prusianos.—¡Conque iremos á casa de Daudet!Estas fueron las primeras palabras deaquellos mostachos tar'asconenses al entraren el estudio; y durante quince díasel escultor Amy no oyó más que estafrase: «Y si no, ¿dónde encontraremosá ese Daudet?» El pobre artista no sabíaya qué inventar para ahorrarme eldisgusto de aquella aparición heroi-cómica.Llevaba los bigotes de su tierra á laExposición; los distraía en la calle de lasNaciones, en la Galería de Máquinas; loshumedecía con cerveza inglesa, con vinohúngaro, con leche de burra, bebidasexóticas y variadas; los aturdía con músicamorisca, gitana, japonesa;los subía,los encrespaba, los izaba-como Tartarinen su minarete-hasta los torreonesdel Trocadero.Pero el rencor del provenzal no disminuía,y desde aquellas alturas, mirandoá París, con las cejas fruncidas, preguntaba:—¿Se ve desde aquí esa casa?—¿Qué casa?—¡Toma! ¡La de ese Daudet!Y así por todas partes. Afortunadamente,el tren de recreo se volvió á llevar,sin satisfacer, la venganza del tarasconense;pero si aquél se había ido, otros20
podían venir, y mientras duró la Exposiciónno pude dormir tranquilo. ¡Ahí esnada, sentir uno encima de sí el odio detoda una ciudad! Hoy mismo, cuandoviajo por el Mediodía, me mortifica pasarpor Tarascón; y es que sé que allí nome pueden ver, que mis libros están desterradosde sus librerías, que no se lesencuentra ni en la estación del ferrocarril;y desde que veo á lo lejos, por laventanilla del vagón, el castillo del buenodel rey René, me siento mal y desearíano tener que pasar por allí. Por esoaprovecho esta nueva edición para darpúblicamente á los de Tarascón, con todasmis excusas, las explicaciones queel antiguo comandante en jefe de susmilicianos quería exigirme en París.Tarascón no ha sido para mí más queun seudónimo escogido al azar en la víaférrea de París á Marsella, porque teníamarcado sabor meridional; y cuando logritaban los mozos de la estación, sonabacomo un grito de guerrero Apache.otro lado del Ródano. Allí es donde, siendomuy niño, vi languidecer la adansoma,imagen de mi héroe, que vivía demasiadoestrechamente en su pueblecillo;allí donde los Rebuffa cantaban el dúo deRoberto el Diablo; allí es, en fin, dondeun día de Noviembre de 1861, Tartariny yo, armados hasta los dientes y cubiertaslas cabezas con la chechia, salimospara cazar leones en Argel.A decir verdad, no iba yo allí expresamentepara eso, sino porqué tenía necesidadde calafatear un poco mis pobrespulmones con un buen sol. Pero por algo¡vive Dios! he nacido yo en aquel país; ytan pronto como hube puesto el pie en lacubierta del Zuavo, donde embarcaronnuestra enorme caja de armas, más Tartarinque el mismo Tartarin, me imaginabayo realmente que iba á exterminartodas las fieras del Atlas.¡Encantos del primer viaje! Me pareceque fué ayer cuando emprendimos aquellaexcursión, cuando vi aquel mar aziü,pero azul como agua de añil, rizada porel viento y con destellos de sol, y aquelbauprés que se encabritaba, cortaba las
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