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popularidad no había pasado la frontera.Le dolía vivir desconocido en un paísque tanto quería, y lo confesaba tristemente,pero sin rencor. Al contrario,nuestros desastres de 1870 le habían hechotomar más cariño á Francia. Ya nopodía vivir en otra parte. Antes de laguerra pasaba los veranos en Badén;ahora ya no volverá allí, y se contentarácon pasarlo en Bougival y en las orillasdel Sena.Precisamente aquel domingo no habíanadie en casa de Flaubert, y nuestraconversación se prolongó. Interrogué alescritor sobre su método de trabajo, yme asombraba que no hiciera él mismosus traducciones, porque hablaba enfrancés muy correcto, con cierta lentitudá causa de la sutileza de su espíritu.Me confesó que la Academia y suDiccionario lo dejaban frío. Hojeaba,temblando, aquel Diccionario formidable,como si fuese un Código donde estuviesenformuladas la ley de las palabrasy los castigos que debían imponerseá los atrevimientos. De sus excursionespor el Diccionario sacaba la concienciallena de escrúpulos literarios que matabansu vena.Recuerdo que en una noticia que estabaescribiendo entonces, no había queridoexponerse á hablar de unos pálidosojos por miedo á los académicos y á sudefinición del vocablo.No era la primera vez que tropezabayo con esas inquietudes; las había encontradoya en mi amigo Mistral, tambiénfascinado por la cúpula del Instituto, elmonumento macarrónico que decora enforma de medallón las cubiertas de loslibros de Didot.A propósito de esto dije á Tourguenefflo que me bullía en el pensamiento,á saber: que el francés no es una lenguamuerta y que no debe escribirse con undiccionario de expresiones definitivas éinalterables. Yo no me preocupo de esto.Hay que admitir todo. El río arrastra ensu corriente escorias; dejadlo correr, queél depurará todo. Después dijo que ibaá buscar á las señoras que estaban enel concierto de Pasdeloup, y bajé conél. Me entusiasmó oirle decir que le gustabala música. En Francia los hom-45

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