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¡Pues bien! Hasta eso se lo perdonabaRaúl á su madre; y jamás me hizo másconfidencias acerca de sus rencores, queuna triste sonrisa que parecía pedir perdónpara la loca. «¿Qué quiere usted?Ella es así.»Es preciso advertir también que el puebloignora muchas delicadezas, muchassusceptibilidades morales; y Raúl pertenecíaá esa clase social á la cual lo habíanlanzado á los once años después dehaber pasado unos cuantos meses en unmagnífico colegio de Auteuil. De aquelensayo de educación burguesa le habíanquedado algunas nociones vagas, nombresde autores, títulos de libros, y unagran afición al estudio; afición que jamáshabía podido satisfacer. Ahora que elmédico le prohibía el trabajo manual yque yo le abría mi biblioteca de par enpar, se entregaba á la lectura como sediento,como hambriento que repara susfuerzas. Se iba cargado de libracos paraleerlos por las noches, largas noches defiebre y de tos, que pasaba tiritando enaquel caserón medio á oscuras y echándoseen la cama toda la ropa que tenía.Pero sobre todo, le gustaba leer en micasa en el hueco de la ventana del cuartodonde yo trabajaba, por la cual se veíael campo y el Sena.«Aquí .comprendo mejor loque leo,»me decía.Algunas veces le ayudaba á que comprendiese;porque por una especie desuperstición, de ambición de su espíritu,se engolfaba en lecturas difíciles, en lasobras de Montaigne, de La-Bruyère. Unanovela de Balzac ó de Dickens le divertíademasiado, pero no le daba el orgullode leer un libro clásico, lentamente-descifrado. En los descansos le hacía yohablar sobre su vida y sobre los mediosobreros, de los cuales tenía una percepciónfinísima, muy por encima de su edady de su oficio. Veía el lado doloroso ócómico de las cosas, la grandeza de ciertosespectáculos de la vida de fábricay de taller. Así, por ejemplo, el lanzamientode la máquina que relato en Jackes uno de sus recuerdos de aprendiz.Lo que más me interesaba era el despertar,el afinamiento de aquella inteligencia,como si tuviese lejanos recuer-