Ciertamenteel ser médicode cabeceradel Libertadorera un honormuy apetecible,pero tambiénparece que noes tan lisonjerocargar con laresponsabilidad,puesninguno delos médicosque había enCartagena,vino atomar parteconmigo enla asistencia,por más queel GeneralMontilla, ainstanciasmías, losllamarapor variosy repetidosoficios.En la conferencia medical que tuvimosjuntos el Dr. Night, cirujano de la goleta deguerra Grampus de los Estados Unidos, queescoltó desde Sabanilla a S. E. el Libertador,de común acuerdo fuimos de parecer quela enfermedad del General Bolívar era uncatarro pulmonar crónico. Convenimosentonces del método curativo correspondiente,bien que por mi parte yo no tuvieratanta esperanza como mi colega, de la eficaciade los medicamentos recetados. En elcurso de mi práctica varias veces he observado(y tal vez lo mismo habrá sucedido aotros facultativos) el optimismo de ciertosprofesores que de paso concurran a unajunta medical, infundiendo a los dolientesesperanzas de buen éxito en la enfermedad,mientras que el perplejo médico de cabecera,cargando con toda la responsabilidad,queda desalentado y solo para luchar contraunos males incurables. En esta situación medejó el doctor Night cuando se marchó eldía 15 de diciembre con la goleta Grampus.Entonces fue cuando me llamó a su casael general Montilla, y sin preámbulos medirigió las palabras siguientes: «Tengo elmayor interés de saber de usted, doctor,cuál es su concepto sobre la enfermedad delLibertador; dígame la verdad francamentey sin rodeos». Me recogí un momento paracontestar tan imprevista pregunta: «Señorgeneral, con el más profundo sentimientoparticipo a V. S. que la enfermedad delLibertador no tiene remedio, pues en miconcepto, como facultativo, la considerocomo tisis pulmonar llegada en últimogrado, y ésta no perdona». Al oír estas palabrasel general se dio una fuerte palmadaen la frente echando un formidable taco, almismo tiempo que las lágrimas se le asomabana los ojos; en seguida se metió ensu aposento, dejándome solo a mis reflexiones.Dos días antes de este suceso hubo unaocurrencia en la habitación del Libertador,de donde se sacará la delicadeza del olfatodel general Bolívar, y el caso fue así: unode sus más adictos amigos, el general J. M.Sardá se le presentó para hacerle una visitade despedida. Sardá, después de haber saludado,tomó un asiento cerca de la hamacaen donde estaba acostado el Libertador,quien le dijo pausadamente: «General,aparte un poco su asiento». Sardá se reculóalgo. «Un poco más». Así lo hizo. «Mástodavía», repitió Bolívar. Algo alterado, dijoentonces Sardá: «Permítame S. E. que nocreo haberme ensuciado». «No tal, es queusted hiede a diablos». «¿Cómo a diablos?»«Quiero decir a cachimba». Sardá que no secortaba fácilmente, con voz socarrona dijo:«¡Ah! Mi general, tiempo hubo en que V.E. no tenía tal repugnancia cuando doñaManuelita S...» «Sí, otros tiempos eran,amigo mío», contestó Bolívar, «ahora mehallo en una situación tan penosa, sin saberlo que es peor, cuándo saldré de ella».Ciertamente el ser médico de cabeceradel Libertador era un honor muy apetecible,pero también parece que no es tanlisonjero cargar con la responsabilidad,pues ninguno de los médicos que había enCartagena, vino a tomar parte conmigoen la asistencia, por más que el GeneralMontilla, a instancias mías, los llamarapor varios y repetidos oficios. Poco tiempodespués de la defunción del Libertador seapareció el doctor C... excusándose de nohaber venido a dar su cooperación en unaasistencia que él consideraba inoficiosa,puesto que mis boletines pronosticaban elfunesto y próximo término, y además que178 poliantea
‡CULTURApresenciar el fallecimiento de Bolívar erapara él demasiado sensible. ¿Qué se diríaentonces del soldado que sacaría el cuerpoal combate por temor a que se perdiera labatalla?Con haber llegado a la Quinta de SanPedro el Libertador se manifestó muy contento,alucinándose con más esperanzade recobrar la salud; y sus amigos que leacompañaban participaban de esta ilusión.¡Cuánto deseaba yo que se hubiera logradotan favorable éxito! Pero a la par que, asícomo la mayor parte de los tísicos, él aparentabaconfianza en el temperamento másfresco del campo, yo me desconsolaba conla triste idea que demasiado pronto llegaríala decepción. Como él ignoraba la clasede su enfermedad, había formado el proyectode trasladarse hacia la Sierra Nevadapoco a poco, creo más bien de rancho enrancho. Así es que se había hecho cargo elGeneral Sardá de levantar una choza enMasinga, pequeña aldea a dos leguas deSanta Marta, por la temperatura más frescaque la de la costa; pero estaba ya decretadopor el Altísimo que no la habitaría el ilustrepaciente. Sin embargo, él seguía consus jovialidades, y de cuando en cuando,me dirigía la palabra en medio de la conversación.Una vez que estábamos solos derepente me preguntó: «¿Y usted qué vinoa buscar a estas tierras?» «La libertad».«¿Y usted la encontró?» «Sí, mi General».«Usted es más afortunado que yo, puestodavía no la he encontrado... Con todo,añadió en tono animado, vuélvase usteda su bella Francia en donde hay muchoscanallas» (sic). Fue esta la única vez queoí salir de la boca del Libertador palabrasmal sonantes contra los ciudadanos, puesno se debe admitir como verdadera impresióndel pensamiento las incoherenciasque profiere el enfermo en medio de losensueños o delirios de la fiebre, así comosucedió una noche que se le escaparon anuestro enfermo estas entrecortadas palabras:«¡Vámonos! ¡Vámonos...! ¡Esta genteno nos quiere en esta tierra...! ¡Vamos,muchachos!... lleven mi equipaje a bordode la fragata». Cada cual puede sacar de esoel significado que se le antoje.En otra ocasión que yo estaba leyendounos periódicos, me preguntó el Libertador:«¿Qué cosa está usted leyendo?» —Noticiasde Francia, mi general. «Serán acaso referentesa la Revolución de Julio?» —Sí,señor. «¿Gustaría usted ir a Francia?» —Detodo corazón. «Pues, bien, póngame ustedbueno, doctor, e iremos juntos a Francia.Es un bello país, que además de la tranquilidadque tanto necesita mi espíritu, meofrece muchas comodidades propias paraque yo descanse de esta vida de soldado quellevo hace tanto tiempo». ¡Ay de mí! la fortunaadversa burló nuestros deseos, y estoshalagüeños proyectos se volvieron castillosen el aire!»Aunque la enfermedad no presentasesignos de dolor físico, el paciente solía aveces dar unos quejidos cuando estabasoñoliento; me acercaba entonces a su camay le preguntaba si sentía algún dolor. «No»,contestaba muy sosegado. —¿Cómo es quese queja V. E.? «Es una manía, nada sientoy me va muy bien». ¡Cosa singular! El malhacía progresos a medida que el enfermoaparentaba seguir bueno; pues la fiebreiba creciendo, complicándose con deliriosfugaces, el hipo, la supresión de la expectoración,etc. Este conjunto de síntomasalarmantes formaba para mí un presagiofunesto. Enterado de la situación el Generalpoliantea 179
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