Después delos funeralesel generalMontilla mellamó, y enpresencia delcoronel PedroRodríguez medijo: que yopresentase lacuenta, comomédico, de miasistencia algeneral Bolívar,y le contesté enestos términos:—Nuncapensé, ni piensosacar unarecompensapecuniaria demi asistencia alLibertador.me voy de espaldas con un cuerpo que tal vezno pesaba arriba de dos arrobas; la fortunaque me sujetó algo la hamaca tendida al travésdel aposento.Por la ya referida ocurrencia entre elLibertador y Sardá se conoce cuánta era ladelicadeza de su olfato y solía manifestar estasusceptibilidad cada vez que yo me arrimabaa su cama, pidiendo su frasco de agua coloniay diciéndome: «Usted huele a hospital;sus vestidos, parece que están impregnadosde miasmas que exhalan los enfermos». Seexcusó de recibir a su boticario, quien desdeSanta Marta vino a empeñarse conmigo paraque fuese admitido a presentar sus respetosal Libertador, diciéndome: «Agradezco milveces al señor Tomasín todas las cosas buenasque compuso para mí, pero él viene cargadocon tantos olores de su botica que no me hallocapaz de aguantar todas estas pestilencias.Procure, pues, doctor, hacer que me dispensesi no puedo recibirle. Arregle usted, en fin, estenegocio de modo que él no se resienta, puesvuelvo a darle las gracias por las preparacionesy sobre todo las sabrosas gelatinas que él mecompuso en su oficina». Tomasín no podíaconsolarse por más que yo le dijera que todosestábamos expuestos a sufrir estos mismosdesaires, y que debía lo mismo que nosotros,compadecerle esta especie de manía.Llegó por fin el día enlutado, 17 de diciembrede 1830, en que iba a terminar su vida elilustre Caudillo Colombiano, el Gran Bolívar.Eran las nueve de la mañana cuando mepreguntó el General Montilla por el estadodel Libertador. Le contesté que a mi parecerno pasaría el día. —Es que yo recibí unaesquela dándome aviso que el señor Obispoestá algo malo, y quisiera que usted fuera averle. —Disponga usted, mi General. —¿Y elmoribundo aguantará hasta que usted esté devuelta? —Creo que sí, con tal de que no hayademoras en esta diligencia. —Entonces aquíestá el mismo caballo del Libertador. —Atodo escape ida y vuelta; ya usted sabe, no haymomento que perder. En efecto, cuando volvíconocí que se iba aproximando la hora fatal.Me senté en la cabecera teniendo en mi manola del Libertador, que ya no hablaba sino deun modo confuso. Sus facciones expresabanuna perfecta serenidad; ningún dolor o señade padecimiento se reflejaban sobre su noblerostro. Cuando advertí que ya la respiraciónse ponía estertorosa, el pulso de trémulo casiinsensible y que la muerte era inminente, measomé a la puerta del aposento, y llamandoa los generales, edecanes y a los demás quecomponían el séquito de Bolívar: —Señores,exclamé, si queréis presenciar los últimosmomentos y postrer aliento del Libertador,ya es tiempo. Inmediatamente fue rodeado ellecho del ilustre enfermo, y a pocos minutosexhaló su último suspiro Simón Bolívar, elilustre Campeón de la libertad sudamericana,cuya defunción cubrió de luto a su patria,tan bien pintado cuando en su proclama elGeneral Ignacio Luque exclamaba: —¡Yamurió el sol de Colombia!Yo iba a dejar la pluma, pero debo explicacionesen obsequio de la verdad y justiciasobre algunos elogios que se me han dirigidocon respecto a mi abnegación en la asistenciaque di al Libertador. He aquí la verdad:Después de los funerales el generalMontilla me llamó, y en presencia del coronelPedro Rodríguez me dijo: que yo presentasela cuenta, como médico, de mi asistencia algeneral Bolívar, y le contesté en estos términos:—Nunca pensé, ni pienso sacar unarecompensa pecuniaria de mi asistencia alLibertador. ¿Qué más premio que el honorinsigne de haber sido su médico? Además de182 poliantea
‡CULTURAeso se me haría un escrúpulo aceptar retribuciónal recordarme ciertas expresionesproferidas en el altercado que anteriormentetuve con el general Laurencio Silva, quien porescrito me pidió amistosamente la mismacuenta antes que usted. Hice pues lo queme pareció decoroso, y no me arrepiento dehaberlo hecho. Sin embargo insistió el generalMontilla en sus ofrecimientos, y viendo queno podía persuadirme sobre este particular,me dijo: —¿Aceptaría usted el despacho decirujano mayor del ejército? —Mil gracias, migeneral, y dispénseme si rehúso; prefiero milibertad a todo empleo asalariado. Se quedóun rato admirado, pero no tardó en decirmeen tono algo jovial: —Ahora sí, ¿aceptaráusted siendo ad honorem el despacho? —Deesta manera nada tengo que objetar, mi general.—No tenga usted cuidado que a vueltade correo tendrá usted el despacho ofrecido.Efectivamente, supe indirectamente que eldichoso, me equivoco, el desdichado despachohabía llegado a Cartagena para tomarrazón en las oficinas de la intendencia. Peroestaba escrito que no llegaría a mis manos eltal despacho, pues el general Montilla, despuésde la defunción del Libertador, hostilizadopor una reacción política, fue sitiadoen la misma Cartagena y tuvo que salirpara Jamaica, después de haber capitulado.Entonces fue cuando vino a Bogotá el coronelMontoya, quien echando mano al archivode la intendencia, aniquiló todos los papeles odocumentos que procedían del gobierno delgeneral Rafael Urdaneta, llamado intruso; ysin duda mi pobre despacho participó de lasuerte infausta de los demás papeles tildadosde ilegalidad. Teniendo la certeza que habíaexistido el consabido despacho, pues los señoresdoctor Ignacio Carreño y J. A. Cepeda,secretario en el Despacho de la intendencia, lohabían visto en la gobernación de Cartagena,me pareció muy natural reclamarlo, aguardandouna oportunidad. Estando pues depresidente el general Tomás C. Mosqueraen el año 1845, dirigí una representación algobierno para que se me otorgara, si no eldespacho, a lo menos un documento dondeconstase que se había expedido a mi favor, aprincipios del año 1831, el despacho de cirujanomayor del ejército ad honorem, bien quedimanado del gobierno llamado intruso delgeneral Rafael Urdaneta; como que la políticano debía tener injerencia en los servicios privadosprestados al general Simón Bolívar porsu médico de cabecera.Esta solicitud mía fue negada con términoslisonjeros para mí, es verdad, pero esanegación me fue algo perjudicial en circunstanciasque yo hubiera utilizado si hubieseposeído aquel título. Lo mismo sucedió conuna representación hecha por mí en 1846 algobierno de Venezuela, siendo presidente elgeneral Carlos Soublette, bien que fuese apoyadapor varios notables venezolanos y aunpor el ministro francés señor David, con ladiferencia que la repulsa no fue tan almibaradacomo la del gobierno granadino. Apesar de estos desaires, a los cuales no quedéinsensible, creo haberle logrado el únicoobjeto de esta digresión, y es dar a conocerel carácter noble y generoso del finadobenemérito general Mariano Montilla, queno excusó medio alguno para que un testimoniode gratitud fuese dado al últimomédico del Libertador Simón Bolívar.—P. REVERENDpoliantea 183
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