Montilla, me dijo: «Ya que el Libertadorestá en peligro, sería menester que ustedle avisase de su mal estado, para que arreglasesus cosas espirituales y temporales».«Sírvase, señor general, dispensarme; si yohiciera tal cosa, ni un momento me quedaraaquí; eso no es asunto del médico,más bien del sacerdote». «¿Qué haremospues?...» «Lo mejor para salir del apuro serállamar al señor obispo de Santa Marta; ahítiene usted el caballo del Libertador, en unsalto avise al doctor Estévez, a fin de quesirva llegarse para acá lo más pronto posible».Sobre la marcha vino el ilustre prelado,que sin tardar se puso a conferenciara solas con el Libertador, y a poco rato salióde su aposento. Entonces dirigiéndose amí S. E. me dijo: «¿Qué es esto, estaré tanmalo para que se me hable de testamentoy de confesarme?» «No hay tal cosa, señor,tranquilícese... varias veces he visto enfermosde gravedad practicar estas diligenciasy después ponerse buenos. Por mi parteconfío que después de haber cumplido V.E. con estos deberes de cristiano cobrarámás tranquilidad y confianza, a la par queallanará las tareas del médico». Lo únicoque dijo fue: «¡Cómo saldré yo de este laberinto!»No fue el lance tan apretado cuandopor la noche de este mismo día se le administraronlos sacramentos. Por más tiempoque viva nunca se me olvidará lo solemney patético de lo que presencié. El cura dela aldea de Mamatoco, cerca de San Pedro,acompañado de sus acólitos y unos pobresindígenas, vino de noche a pie, llevando elviático a Simón Bolívar. ¡Qué contraste!un humilde sacerdote y de casita ínfima aquien realzaba sólo su carácter de ministrode Dios, sin séquito y aparatos pomposospropios a las ceremonias de la Iglesia,llegase con los consuelos de la religión alprimer hombre de Sur América, ¡al ilustreLibertador y Fundador de Colombia! ¡Quélección para confundir las vanidades deeste mundo! Estábamos todos los circunstantesimpresionados por la gravedad detan imponente acto. Acabada la ceremoniareligiosa, luego se puso el escribano notarioCatalino Noguera en medio del círculo formadopor los generales Mariano Montilla,José María Carreño, Laurencio Silva, militaresde alto rango; los señores Joaquín deMier, Manuel Ujueta y varias personas deresponsabilidad, para leer la alocución dirigidapor Bolívar a los colombianos. Apenaspudo llegar a la mitad, su conmoción no lepermitió continuar y le fue preciso cederel puesto al doctor Manuel Recuero, a lasazón auditor de Guerra, quien pudo concluirla lectura; pero al acabar de pronunciarlas últimas palabras yo bajaré tranquiloal sepulcro, fue cuando Bolívar desde subutaca, en donde estaba sentado dijo convoz ronca: «Sí, al sepulcro... es lo que mehan proporcionado mis conciudadanos...pero les perdono. ¡Ojalá yo pudiera llevarconmigo el consuelo de que permanezcanunidos». Al oír estas palabras que parecíansalir de la tumba, se me cubrió el corazón; yal ver la consternación pintada en el rostrode los circunstantes a cuyos ojos asomabanlas lágrimas, tuve que apartarme delcírculo para ocultar las mías, que no mehabían arrancado otros cuadros más patéticos.Dicen, sin embargo, que los médicoscarecen de sensibilidad.Por más que el facultativo y las personasque rodeaban al Libertador disimulasensu tristeza y desánimo bajo un semblantesereno y halagüeño, me pareció que elGeneral Bolívar está interiormente algo180 poliantea
‡CULTURAdesconfiado en el buen éxito de su enfermedad,pues no era tan expansivo como antesy se resistía a veces a tomar las medicinas,que casi siempre eran calmantes suaves.Sucedió, pues una noche su edecán AndrésIbarra vino a avisarme que el General senegaba absolutamente a tomar la bebidapreparada. En un instante estuve cerca dela cama del augusto enfermo, a quien presentéyo mismo el brebaje; y como me dijoque ya estaba aburrido con los remedios yque no quería tomar más... —Entonces, ledije respetuosamente, si V. E. se resiste atomar las medicinas, para qué sirve tener elmédico a su lado, ¿quién viendo despreciadossu esmero y sus empeños para lograr surestablecimiento, desesperará de continuaruna asistencia infructuosa? Viendo que estareflexión había producido alguna impresión,aproveché el momento para ponerleen la mano la cucharada, y como él quedabatodavía suspenso a tomarla: —PermitaV. E. una advertencia: a veces sucede quea consecuencia de unas incomodidades,impaciencias, etc., se atrasan los progresosa mejorar su salud, y este daño que V. E.se hace a sí mismo, lo lamentamos. «Digapues que no ande el sol», echándome unade aquellas ojeadas fulgurantes. Me inclinéadmirado, y sin darme lugar a contestar,añadió: «Yo he notado que también se ariscausted, doctor», con una inflexión marcadasobre esta última palabra. «Es la verdad, loconfieso; pero cuando se trata de la buenaasistencia con su persona, mi General, noreparo siempre en los medios, esta es midisculpa»; y con esto volví a encarecerleque tomara la cucharada de la poción queél tenía todavía en la mano. «Y esta cucharadaserá la última por esta noche?» «Sí,señor». Después de haberla tomado nosdijo: «Ahora está bien, ustedes pueden retirarsea dormir». Debo explicar lo que diolugar a que el Libertador me echara en carami poca moderación. Uno o dos días antestuve una fuerte incomodidad por habernotado faltas en el servicio y apatía de partede los que me ayudaban en la asistenciapara con el Libertador, y máxime cuandoestaba oyendo decir: «Para qué molestarmás al enfermo con medicinas, ya que notiene remedio y que no puede salvarle», yotras expresiones que lastimaban mi amorpropio. Pronto se armó una bulla de vocesen la antesala, y acudiendo el General L.Silva, sin saber de qué se trataba, probóamedrentarme, como si yo fuera alguno dela servidumbre, o si yo estuviera debajo desu mando. Pronto fue su desengaño cuandole dije: «Sepa usted, General, que estoy aquísolamente para asistir como médico alLibertador, no en clase de mercenario, sinopor mi propia voluntad». Seguía el altercadocuando afortunadamente se aparecióel Coronel D. Juan Glenque y nos puso enpaz. A su tiempo se sacará de esa explicaciónuno de los motivos de por qué no quiseaceptar una recompensa pecuniaria.Ya se aproximaba el día en que ibaa desaparecer para siempre el HéroeColombiano; me manifestó la antevísperadel fatal acontecimiento el deseo de descansaren su hamaca, y como vi que su mayordomoJosé Palacios ni nadie aparecía pormás que yo llamase, me ofrecí entonces alLibertador diciéndole: «Si me lo permiteV. E. yo le pondré en la hamaca». «¿Y ustedpodrá conmigo?» «Me parece que sí». Conprecaución le cogí en mis brazos, y creyendoal levantarle sin reparar su grandeflacura, que yo iba a suspender un pesoconsiderable, hice tal esfuerzo que por pocopoliantea 181
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