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Tiempos de luz, tiempos de sal<br />
H<br />
oy, en apariencia, de todo aquello queda<br />
muy poco: donde ardía una lámpara que<br />
iluminaba desde lo alto del monte, ahora<br />
domina algo parecido a un paraíso de la indiferencia<br />
religiosa o, más bien, confesional. En este contexto<br />
uno se pregunta qué puede hacer y qué cabe esperar<br />
y, a veces, también se deja llevar por el fantasma del<br />
desaliento. Con independencia del grado, las causas,<br />
los cómos y los porqués, una situación similar caracteriza<br />
a amplias zonas de nuestro continente. En<br />
cualquier caso, creo que la cuestión no estriba tanto<br />
en especular sobre cómo nos consideran o no nos<br />
consideran, hasta dónde aguantaremos, cuanto en<br />
buscar la manera de cumplir nuestra vocación y de<br />
realizar aquí y ahora la misión que Dios nos confía.<br />
El Evangelio no es la historia de un éxito ni la justificación<br />
de un fracaso, sino el sencillo testimonio<br />
del paso de la Buena Noticia por nuestro mundo.<br />
Cada una de sus páginas destila sabiduría y con una<br />
claridad abrumadora ofrece tanto claves de sentido<br />
como criterios de actuación. El pasaje de la luz y la<br />
sal es particularmente sugerente. Hay tiempos de luz<br />
y, ciertamente, en un pasado lejano y aún hoy en<br />
otras latitudes, la vida consagrada fue una lámpara<br />
encendida que alumbraba a todos los de la casa, la luz<br />
se ve y hace ver, se impone `por sí misma y se acepta<br />
con naturalidad. Hay también tiempos de sal, y creo<br />
que, hoy, en nuestro continente, estamos llamados a<br />
admitir este hecho. La sal no se ve pero, si no está,<br />
todos lo acusan; debe ser administrada con tino porque<br />
no conviene que sobre ni que escasee; la sal sirve<br />
para curar y para herir, para conservar y para destruir.<br />
En todo caso, la sal sólo cumple su función cuando<br />
desaparece; igual que la semilla sólo produce fruto<br />
cuando se pudre.<br />
Ser sal y ser semilla, dos símiles evangélicos que<br />
los primeros cristianos entendieron perfectamente;<br />
por una parte se dejaron transformar por la fuerza del<br />
Resucitado y, por otra, no amaron tanto su vida –sus<br />
casas, sus costumbres, su relevancia social, el alcance<br />
de su influencia…– que temieran la muerte, y por eso<br />
no murieron, sino que, lavados en la sangre del Cordero,<br />
viven para siempre. No quiero derivar hacia<br />
<strong>horizonte</strong><br />
Hno. Jesús Gil<br />
Reflexión<br />
extremos espiritualistas pero esta consideración nos<br />
sitúa en la perspectiva más original y en ningún caso<br />
se puede olvidar. Si las circunstancias obligan a ser<br />
sal y semilla, es mejor ser sal que quejarse de que<br />
nuestra luz ya no es cegadora o de que el sembrador<br />
nos entierra para que nos pudramos; el mero hecho de<br />
aceptarlo despertará una fuerza que alberga, en sí<br />
misma, una gran capacidad transformadora.<br />
Visto todo, el aguijón de la incertidumbre, la<br />
amargura y la melancolía –fenómenos característicos<br />
de épocas duras– han terminado por hacer mella en la<br />
sensibilidad de bastantes consagrados, hasta tal punto<br />
que a menudo parece imposible oponer resistencia al<br />
pesimismo.<br />
Los últimos cuarenta años han sido un largo período<br />
de prueba que, por lo demás, no parece tener<br />
fin. Primero el viento fuerte produjo desorientación,<br />
un número de abandonos desalentador y una pérdida<br />
progresiva de relevancia social; luego, el fuego fue<br />
consumiendo las fuerzas –y quemando a muchos–<br />
durante años de polémicas intelectuales, disgustos,<br />
vacilaciones, posturas enfrentadas, etc.; más tarde, el<br />
terremoto llegó cuando los noviciados se vaciaron,<br />
muchas ilusiones se derrumbaron al tiempo que los<br />
proyectos nuevos desaparecían; por si fuera poco, entre<br />
los mismos consagrados brotaron disensiones utilizadas<br />
sutilmente por quienes decían que Dios nos había olvidado,<br />
nos castigaba abiertamente y nos condenaba a la<br />
desaparición.<br />
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