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La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal

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zanja. Era un hombre alto, cenceño, bien plantado. El rostro blanco, de nariz aguileña y<br />

mentón voluntarioso, amarilleaba de fatiga y de sueño. Era esta la cuarta noche que pasaba<br />

sin dormir, la cuarta noche (y el cuarto día) de lucha desesperada en que [68] un enemigo<br />

incansable y al parecer mucho más numeroso súbitamente rebasaba una de las alas de su<br />

frente de batalla y le obligaba a combatir a ciegas, en las tinieblas, entre montes taimados<br />

que de pronto estallaban en llamas en todas direcciones. Y él había tenido que huir una y<br />

otra vez y cavar nuevas trincheras para cerrar aquel largo camino que le habían ordenado<br />

defender costara lo que costara.<br />

Fuera de la zanja la noche en la selva lo envolvió como un poncho negro. Sus ojos,<br />

habituados a la luz cegadora de la Petromax, no vieron nada al principio. Pero esto duró<br />

sólo un momento porque hacia el Sur, allá, a unos cien metros, la oscuridad fue acribillada<br />

por fogonazos ubicuos.<br />

<strong>La</strong> linterna no obedecía a la presión urgente de su pulgar. Bermúdez lanzó un juramento.<br />

Desarmó la linterna, destornillando el extremo posterior <strong>del</strong> tubo de metal. Sacudió las<br />

gastadas pilas y atornilló de nuevo la pieza con el resorte que las empujaba hacia el<br />

pequeño foco. <strong>La</strong> linterna se encendió ahora.<br />

A la izquierda primero y luego a la derecha oyó el mayor carreras frenéticas. No había<br />

duda: sus tropas huían desbandadas. Un ladrar furioso de ametralladoras retumbaba a sus<br />

espaldas. Era el estampido inconfundible de las pesadas emplazadas en los nidos de la<br />

trinchera opuesta. Esto era previsible. Lo desconcertante era la infiltración de fuego detrás<br />

de su propias posiciones, fuego de armas livianas que se desplegaba en este momento en<br />

infinitas chispas veloces, insistentes, entre las islas de montes y las cañadas, en la noche<br />

tenebrosa.<br />

Y ahora, los morteros: las granadas venían <strong>del</strong> noroeste; distinguía bien, entre<br />

innumerables estallidos, el disparo de salida, y luego, próximas, las explosiones de las<br />

granadas en los montes brevemente claros en fulgurantes lumbaradas.<br />

-¡Alto, a parar todo el mundo, cuerpo en tierra! -comenzó a gritar el mayor con todas sus<br />

fuerzas, blandiendo en la diestra la pistola. Con la linterna de pilas gastadas [69] trataba en<br />

tanto de alumbrar a los que pasaban corriendo, a pocos metros, en un sálvese quien pueda.<br />

<strong>La</strong> luz mortecina quedaba presa en los follajes ralos. Nadie le oía ni quería oírle. Una larga<br />

serpiente de fuego espeso avanzaba arrastrándose de allende el extremo izquierdo de su<br />

trinchera y en torno suyo troncos, ramas, cactos, arbustos, todo ya empezaba a hacerse<br />

fragmentos al impacto de una granizada horizontal de acero y plomo asesinos.<br />

El mayor no cejó en su empeño: corrió hacia la derecha llamando a voces a sus oficiales,<br />

a sus comandantes de batallón, a sus camaradas. Una noche de sombras lamidas por<br />

lenguas de fuego se burlaba de sus gritos; el mayor tropezaba con arbolillos espinosos; sus<br />

botas chocaban contra la pulpa de los cactos; filosas ramitas erizadas de alfileres negros le<br />

flagelaban la cara, le desgarraban el uniforme.<br />

-¡El tercer batallón debe de estar en la trinchera! -pensó recordando el rostro moreno y<br />

serio <strong>del</strong> capitán Herrera, su oficial de mayor confianza, y se encontró de pronto bien cerca

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