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La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal

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<strong>La</strong>rgos pendientes de diamantes resplandecían a uno y otro lado de su rostro distinguido<br />

maquillado con excepcional esmero.<br />

Un precioso camafeo antiguo llevaba sobre el seno.<br />

Lo que el público vio aquella noche inaugural que fue también la primera y la última de<br />

la exposición -no puede resumirse en pocas líneas. Noemí causó asombro por su belleza y<br />

una como recobrada juventud, debidas en parte considerable a peinadores, a maquilladores,<br />

y a ese mo<strong>del</strong>o de negra felpa, velludo terciopelo expresamente encargado de París. Ella<br />

siempre había sido hermosa; hoy no lo era menos que en el día de sus ya lejanas bodas;<br />

pero hoy, erguida en la altivez de su orgullo de artista que acudía al lugar de su triunfo, una<br />

gravedad majestuosa la favorecía.<br />

Ahora bien, en cuanto a los cuadros, a los cuadros pintados por ella, se veían<br />

extrañamente maleados, afeados, como caricaturas de sí mismos.<br />

Por el contrario, las obras que había pintado o dibujado Adolfo, lucían tal cual salieron<br />

de sus manos. Tenían además algo nuevo: la firma de su autor verdadero, no la de Noemí.<br />

[91]<br />

<strong>La</strong> exposición resultó por eso un triunfo póstumo <strong>del</strong> arquitecto y pintor Adolfo<br />

Peñafiel. Ña Gertrú desapareció de la ciudad poco antes de la apertura de la exposición. Y<br />

nunca más se supo de ella ni de Froilán Ramírez, el jardinero.<br />

1994 [92] [93]<br />

<strong>La</strong> mujer blanca<br />

Su madre se negó a criarla. Se la dio a una mujer desgreñada, de pelo gris, que resultó<br />

ser su abuela. <strong>La</strong> abuela vivía en una casa desmantelada. Un largo corredor de gruesos<br />

pilares era lo mejor de la casa. Allí había suficiente espacio entre la pared y los pilares para<br />

colgar hamacas en que dormían unas mujeres enjutas, ni jóvenes ni viejas, que rara vez<br />

hablaban entre sí.<br />

<strong>La</strong> abuela a ella no le hacía caso; primero la dejó gatear a su gusto por el corredor de<br />

baldosas quebradas y el patio de tierra. Alguien, alguna sirvientita, quizás hija natural de un<br />

varón ausente de la familia, la ponía en una hamaca y se olvidaba de ella. Ya podía llegar<br />

hasta la hamaca el sol y calentar su tejido sucio hasta hacer irrespirable el aire allí en el<br />

fondo donde estaba la criatura. Se acostumbró a no llorar porque llorando no conseguía<br />

nada, ni comida, ni atención, ni sombra. Así fue creciendo sin que se pudiera saber si era<br />

linda o fea porque la suciedad la cubría como otra piel encima de su piel, oscura y<br />

cuarteada. Sus cabellos eran una masa mugriente de color indefinido.<br />

De vez en cuando la abuela la llevaba a casa de su madre; allí había una vieja, acaso una<br />

parienta, que no era mala. Solía bañarla y dejarla apenas limpia porque para quedar limpia

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