La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal
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Cuando entro por primera vez en el aula que será mía durante el primer año, ya hay en<br />
ella unos veinte o treinta chicos. Carolina Ventre, de almidonado uniforme blanco, clava en<br />
mí sus ojos fulgurantes y hermosos, aunque algo [108] felinos -me parece- y a veces<br />
demasiado fijos. Acaso me juzga ahora como una posibilidad de alumno sobresaliente o<br />
algo así. Yo soy hijo de Teresa <strong>La</strong>mas, ex alumna y amiga de la antigua escuela, y famosa<br />
en ella por su semblanza de la gran A<strong>del</strong>a Speratti, espíritu tutelar <strong>del</strong> establecimiento. (El<br />
busto de A<strong>del</strong>a Speratti se halla en el patio principal de la escuela).<br />
Bien: el hijo de Teresa <strong>La</strong>mas la escritora, y de José Rodríguez Alcalá, también escritor<br />
bien conocido; el hermano menor de tres varones con buena fama de aplicación en la<br />
escuela, aparece ante los ojos escrutadores de Carolina Ventre como una promesa de buen<br />
alumno, de alumno acaso excepcional.<br />
Carolina Ventre me señala un banco de primera fila, el más próximo a su pupitre. Es, sin<br />
duda, un lugar de honor asignado antes de toda verificación de calidades ejemplares. Sin<br />
duda aprueba el esmero con que está planchado mi guardapolvo blanco, el lustre de mis<br />
zapatos, el aliño todo de mi persona, cosas estas exigidas por las circunstancias.<br />
Y comenzaron las clases de la señorita Carolina Ventre. Yo ni siquiera la oía. Una<br />
ventana <strong>del</strong> aula, la única, daba a la calle. Por la calle, la calle Independencia Nacional,<br />
pasan tranvías eléctricos, pasa algún Ford alto y lento, y pasan grandes carros con llantas de<br />
hierro tirados por dos o más mulas. Los aurigas, con chiripá de cuero, hacen chasquear el<br />
largo látigo sobre sus cabezas antes de flagelar los pobres lomos de no curadas mataduras.<br />
¡Qué interesante espectáculo es este sobre todo si se lo compara con la monotonía y<br />
aburrimiento de lo que pasa en el aula! Allí, f rente a nosotros, habla, se mueve, gesticula<br />
una mujer autoritaria, seguramente hermosa y competente como profesional, pero que a mí<br />
me parece fea y vieja.<br />
<strong>La</strong> calidad de la enseñanza en aquel tiempo era -me enteré mucho después- excelente; la<br />
disciplina, admirable. [109]<br />
No es en verdad un lugar ameno este edificio viejo e incómodo; atestado de escolares,<br />
donde hasta los zaguanes hace tiempo clausurados, sirven ahora de aulas; donde los patios<br />
resultan chicos. Por esto está prohibido correr en los recreos: es peligroso lastimar a otros si<br />
uno se echa a correr entre la masa uniformada de blanco.<br />
Me está prohibido a mí -no a los otros- tomar el agua de la escuela. Hay en el patio un<br />
tanque de latón con una llave de bronce. De ese tanque los chicos, apretujándose y<br />
chillando, se proveen de agua tibia llenando a medias sus vasos de aluminio. A mí me<br />
prohíben esa agua en esta ciudad sin aguas corrientes y con aguadores no muy<br />
escrupulosos. (<strong>La</strong> gente que hablaba mal llamaba a los aguadores «aguateros». <strong>La</strong><br />
Academia, sin embargo, registra ambas palabras, la segunda como argentinismo).