La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal
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-Mi gente está bien fogueada y me responde en forma. No hace falta dar explicaciones<br />
largas. Esa noche llovieron los morterazos hasta las once, más o menos. Poco antes <strong>del</strong><br />
amanecer pasé una rápida revista a mi gente. Todo estaba listo. Di la orden y me lancé al<br />
ataque, machete en mano. Había dormido bien y me sentía fuerte. Corrí a toda velocidad<br />
abriéndome camino entre árboles y cactos a machetazo limpio. Nos oyeron venir: y hubo<br />
entonces más plomo que hojas en el monte. Detrás de mí caían mis hombres como moscas,<br />
pero siempre había otros pisándome los talones. Un balerío feroz me abanicaba la cara.<br />
Frente a nosotros parecía amanecer de tan espeso que era el fuego. Y estuvimos ya sobre el<br />
enemigo, sobre las pesadas. Nuestros machetes, con la rabia sonaban como hachas sobre las<br />
cabezas de indio. Hice arremangar a los dos lados. Y todo mi batallón salió <strong>del</strong> cerco.<br />
-Mi capitán, le presento al mayor Bermúdez...<br />
El mayor había oído la mitad de la historia antes que Quintana advirtiera nuestra<br />
presencia. Nunca sabré si nos había oído llegar o no. Lo que sé es que tanto Bermúdez<br />
como yo habíamos escuchado al terrible oficial con atención no menos intensa que las dos<br />
señoras. Estas nos habían echado una rápida ojeada para al instante seguir absortas en el<br />
relato.<br />
-Capitán Ezequiel Quintana, comandante <strong>del</strong> 1er. Batallón de Regimiento X de<br />
Infantería...<br />
Se dieron la mano mirándose gravemente a los ojos. <strong>La</strong>s dos señoras permanecieron en<br />
silencio, hasta que el capitán hizo las presentaciones: [75]<br />
-<strong>La</strong> señora Isabel Schulz de Velázquez, de la Cruz Roja. <strong>La</strong> señora Raquel González de<br />
Ortega, también de la Cruz Roja...<br />
Vi que el mayor juntaba los talones y se inclinaba al saludar a las señoras. Sus botas<br />
coloradas hicieron un ruido opaco sobre la arena tibia de aquel paraje. Debió de producir<br />
Bermúdez una impresión muy favorable, la misma que había producido en mí: respeto,<br />
lástima, simpatía. El mismo capitán le hizo preguntas de sincero interés humano y mandó al<br />
ordenanza que le sirviera mate caliente o frío, según su preferencia. El mayor declinó el<br />
ofrecimiento con urbanidad. Luego oí que las señoras le prometían la ayuda de la Cruz Roja<br />
para facilitarle noticias de su familia. El capitán parecía ignorar mi presencia como<br />
negándome cualquier posible intervención en el grupo en que él era centro de atracción y<br />
foco de condescendencia. Yo ni mentalmente insinué un reproche, ni aun el más secreto,<br />
pues lo admiraba igual que el más ignorante de sus macheteros. Él era el que era. No había<br />
más. Sintiéndome ya inútil y enteramente insignificante, pedí permiso y me retiré. A los<br />
veinte pasos volví la cabeza con disimulo. Alguien había dicho algo y todos reían<br />
espontáneamente.<br />
-¡Lo que le espera! -pensé-. ¡Lástima no poder hacer nada...!<br />
Pasó el tiempo. Nuestras armas treparon por las quebradas de los Andes; había planes de<br />
nuevas batallas para asegurar la victoria definitiva, pero en junio de 1935 se firmó el