La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal
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carrera por hacer! [178] Entre los huéspedes de Oxford había profesores de edad, ya<br />
consagrados intencionadamente y ¿merecían este trato cuartelero y tiránico sólo porque era<br />
una «tradición» instaurada secularmente para muchachos imberbes?<br />
¿Era entonces cierto lo que el severo señor <strong>del</strong> birrete y toga recamados nos había dicho<br />
en su discurso de bienvenida? No, no era un chiste británico sino la advertencia de lo que<br />
menos se podía esperar de la hospitalidad de una institución tantas veces ilustre. Yo no era<br />
un mozo oxoniense; ¡yo era un profesor que representaba a la Universidad de<br />
Washington...! Sin embargo, la noche anterior yo ya debí de comprender que la advertencia<br />
no era una broma pesada: la noche anterior el odioso steward me había cerrado la puerta,<br />
desde afuera, con su enorme llave negra y hecho correr los pasadores que, también desde<br />
afuera, claro está, convertían mi alcoba en calabozo. Fui a desayunarme a un comedor<br />
cercano a no sé ya qué cuadrángulo, saludé con un gesto a algunos amigos y me senté, solo,<br />
a una mesa en torno a la cual no había nadie. Yo no quería hablar con nadie. Después de<br />
sorber un café, tomé una determinación. Yo recorrería el centro comercial de Oxford -había<br />
tiempo de sobra para esto antes de la primera sesión- y me compraría un garrote, un bastón<br />
como un garrote. Un bastón que pudiera yo blandir con agilidad, no muy pesado pero, esto<br />
sí, sólido, para que no se quebrara al segundo o tercer golpe sobre el cuerpo de mi enemigo.<br />
En la primera tienda que visité estaba esperándome el bastón que yo había imaginado.<br />
-¿Cuánto vale?<br />
-Tanto.<br />
Pagué. Me devolvieron una cantidad de monedas de varios tamaños y cuños. -Dinero<br />
ininteligible -pensé- como otras cosas en Inglaterra...<br />
Volví a la universidad y a mi aposento, cuya cama estaba ya tendida, y, debajo de la<br />
cama coloqué el bastón, [179] cuidando que su puño estuviese bien cerca de la cabecera, al<br />
alcance de mi mano derecha.<br />
Después asistí a dos o tres sesiones y almorcé en un antiguo y hermosísimo comedor. <strong>La</strong><br />
grande, reluciente mesa de madera oscura a que me senté junto a dos amigos, no tenía<br />
mantel. No se usaba allá mantel. Pesados can<strong>del</strong>abros de plata descansaban sobre la<br />
superficie <strong>del</strong> tablero reluciente. Colgaban de las paredes óleos de figuras históricas de<br />
Oxford y de Inglaterra, o, lo que es la misma cosa, <strong>del</strong> mundo: escritores, príncipes,<br />
hombres de estado, vestidos según la moda de varios siglos. Mozos de etiqueta sirvieron<br />
vino español en copas de cristal labrado. Un ambiente memorable, de exquisito buen gusto,<br />
de suprema elegancia, nada reminiscente de mi siniestro albergue nocturno, el de los<br />
barrotes y puerta de cárcel. No dije una palabra acerca de mi aventura de la noche anterior<br />
ni de mi estupefacto despertar aquella madrugada.<br />
Hijo de hombre es bautizado en Oxford.<br />
<strong>La</strong> tarde de ese día me tocó leer mi ponencia sobre Roa Bastos. (No sospechaba yo<br />
entonces que, 28 años después nuestra Academia de la Lengua le rendiría un homenaje a