La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal
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Los dos conversan -sin mirarse miran hacia el horizonte con los rostros ligeramente<br />
levantados bajo el casco de corcho-. Los dos tienen las manos detrás de la espalda, tocando<br />
la pared. Estigarribia viste una desteñida guerrera de cuatro grandes bolsillos. Sobre sus<br />
hombros lucen las doradas estrellas de General de División.<br />
Bajo el faldón de la guerrera, tan usada y lavada que va quedando blanca, lleva oculta<br />
una automática. (No mucho después supe que Estigarribia regaló esta pistola al<br />
Comandante en Jefe boliviano, general Enrique Peñaranda, durante un encuentro amistoso,<br />
firmado ya el armisticio).<br />
Franco viste una especie de blusa militar de sólo dos bolsillos, ceñida al talle por un<br />
grueso cinturón. No oculta, sino bien visible casi a la altura <strong>del</strong> pecho, Franco lleva, con<br />
todo el mango afuera de su funda, una pesada automática. <strong>La</strong> lleva con cierto aire de<br />
mosquetero. Franco, de famosa renguera, es hombre de andar ágil y enérgico, acaso no<br />
exento de cierta marcial teatralidad. Estigarribia, por el contrario, tiene un andar reposado,<br />
nada marcial. Habla con voz baja y ligeramente gangosa. El hombre de acero está -como su<br />
arma bajo el faldón de la guerrera desteñida- bien disimulado bajo una apariencia<br />
campechana, apacible, bonachona, imperturbable.<br />
Esa guerrera suelta, sin talabarte; esas polainas viejas, desde cuando era teniente; esos<br />
ademanes calmosos son un disfraz -un disfraz no <strong>del</strong>iberado- de un carácter diamantino, de<br />
una voluntad inquebrantable. (Esta última parte de mi somera descripción es algo que yo<br />
agrego, merced a un conocimiento posterior, de Estigarribia y Franco).<br />
Ahora los veo por primera vez, desde abajo, inmóviles, a una distancia de ocho o más<br />
metros. Por tanto ese andar, esos ademanes, etc., son cosas que no me son posibles de<br />
observar desde donde me he detenido durante un rato. [145] Yo ahora finjo estar<br />
curioseando en esta insólita realidad en pleno desierto en que consiste un pueblo con<br />
viviendas de material, techumbres de tejas y puertas y ventanas de maderas fuertes, muchas<br />
sin rastros <strong>del</strong> fuego de un incendio parcial y <strong>del</strong> otro fuego, el de las armas. Los dos jefes<br />
no han reparado en mí. Yo lo sé. Por eso no me muevo, observándolos. Ellos están absortos<br />
en su plática seguramente militar, fijos los ojos en el horizonte azul plateado.<br />
Junto al general Estigarribia, el Coronel. Manuel Garay.<br />
Detrás de ambos, respectivamente, el Dr. Salvador Villagra<br />
Maffiodo y el Dr. Carlos Pastore.<br />
Ya en aquellos días épicos estas dos fuertes personalidades de tan diversa prestancia,<br />
tenían sus admiradores y detractores. Los admiradores <strong>del</strong> uno eran detractores <strong>del</strong> otro.<br />
Algunos críticos negaban que Estigarribia fuese el conductor real de sus ejércitos y<br />
minimizaban su efectiva intervención en batallas victoriosas, al paso que a Franco daban<br />
todo el crédito. Otros se mostraban escépticos con respecto a ambos, y explicaban el éxito<br />
de sus armas [146] atribuyéndolo al valor de sus subordinados o al puro y ciego azar. Yo