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La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal

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Y nos metimos en la maraña bajo la fronda de lapachos, cedros y otros árboles de unos<br />

treinta a cuarenta metros de altura. Tuve la buena suerte, digo, de que de pronto topáramos<br />

entre los troncos rojos de curupay, los <strong>del</strong> color ámbar de los cedros y los de color vino<br />

tinto de los urundey, con un corpulento <strong>jaguar</strong> o tigre americano. Tendría bien más de dos<br />

metros de largo incluyendo en su extensión su elástica cola. Fiera de color canela con<br />

manchas negras y rosetas de oscuro borrón en el centro. Le vi la nariz y el labio inferior<br />

[15] rojizo. Creí que era un leopardo, de más de cien kilos... En ese momento no pude ni<br />

debí pensar en detalles. Detrás de mí venían dos baqueanos. Alcé el winchister a la cara y<br />

disparé.<br />

El primer impacto debió ser en la frente; el segundo en la boca rugidora. Tan rápido fue<br />

todo eso que antes de caer el animal, yo lo remataba con tres plomos de mi 44. Mis<br />

acompañantes no tuvieron tiempo de intervenir.<br />

Fingí no darle importancia al incidente; noté sin embargo que aquella primera hombrada<br />

impresionó favorablemente a los dos veteranos monteros.<br />

<strong>La</strong>s selvas <strong>del</strong> Alto Paraná eran terribles en aquellos tiempos, unos cincuenta años atrás.<br />

Terribles y fascinantes por su vegetación suntuosa. Había fieras como <strong>jaguar</strong>es, pumas y<br />

onzas; había víboras de mordedura instantánea o casi instantáneamente mortal; había<br />

tarántulas que atrapaban pajaritos y se los comían. Urdían una red; la víctima quedaba presa<br />

en la red; la negra araña, peluda, lenta, inexorable, devoraba entonces a su presa. <strong>La</strong><br />

tarántula era para mí un símbolo de la selva devoradora de mensús.<br />

* * *<br />

El trabajo día tras día, arduo, muy arduo, nunca era aburrido. Había que elegir los<br />

grandes árboles que serían convertidos en rollos. Había que calcular bien la trayectoria de<br />

su caída. El ruido de las hachas que hendían los troncos en el aire verde y dorado de sol, me<br />

parecía una potente música.<br />

Yo me instalé en una buena carpa comprada en Corrientes. Mis comodidades eran un<br />

catre, una mesa, dos [16] sillas, las perchas para mis ropas y mis rifles, y el armario de mi<br />

despensa. Tenía un pequeño bar con varias botellas de caña y alguna de cognac.<br />

El bizco Vera resultó excelente capataz, trabajador, respetuoso, honrado. Lo mismo<br />

nuestro guardaespaldas Antenor Frutos. Este último cuidaba de mi carpa, encendía mi<br />

lámpara a kerosén, fumigaba los mosquitos y otros bichos <strong>del</strong> bosque. Vera y Frutos me<br />

confiaron algunos episodios de su vida antes de recalar en los bosques <strong>del</strong> Alto Paraná.<br />

Riñas en bailes de pueblo. Los dos habían estado en la cárcel de la capital de donde<br />

pudieron escaparse sin otro incidente que una puñalada a un guardia, cosa que resultó<br />

indispensable. Me hablaron de gente bien conocida en la cárcel. Comprobamos los tres que<br />

teníamos amigos comunes. Poco después de la fuga de Vera y Frutos, a mí me tocó ser<br />

encerrado en el mismo establecimiento, en la celda 14. Mis amigos fueron los muy famosos<br />

hermanos de Ajos, hábiles en el manejo <strong>del</strong> hacha no para derribar árboles como allí en la<br />

selva, sino a seres humanos. Otros de mis amigos de encierro fue el notorio asesino<br />

Amancio Legal. Con ellos yo jugaba al truco y nos pegábamos buenos tragos de caña.

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