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La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal

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Nunca les dije a Vera y Frutos ni a nadie que yo conocía muy bien la cárcel y sus más<br />

conspicuos presidiarios no por haber cometido crímenes comunes sino por conspirar contra<br />

la dictadura.<br />

* * *<br />

Al cabo tres meses en el obraje me sentía a gusto en la selva. Ya era bastante experto en<br />

mi trabajo. Vera y Frutos hacían cumplir mis órdenes al pie de la letra. Yo ponía especial<br />

cuidado en lo tocante a la alimentación de los [17] peones y hasta en asegurar que no faltara<br />

tabaco, por ejemplo, y la caña dominical, de mejor calidad que la entonces al uso en los<br />

obrajes. Viajaba yo a menudo Paraná abajo y volvía con abundantes provistas.<br />

Gracias a Vera y Frutos, que eran respetados por todos, las relaciones en el obraje entre<br />

peones y jefes llegaron a ser cordiales. <strong>La</strong> conducta de los peones era ejemplar. No se dio<br />

un solo caso de hurto y de riñas. Durante varios días yo abandonaba mi carpa y me iba,<br />

como dije, río abajo para traer provistas. Jamás me robaron una botella de caña o una caja<br />

de cartuchos de rifle o de revólver. Y nunca eché de menos ninguna suma de dinero.<br />

Había en la selva un personaje importante a quien yo no conocía y que resolví conocer.<br />

Se trata de un tipo arisco y temido. Era cazador de tigres, onzas, leones y otros animales tan<br />

salvajes como él. Lo llamaban Caraí Gervasio Aguirre. Caraí significa señor; es un título<br />

señoril de que él solamente gozaba en la selva. Vivía apartado de todos los peones y sólo<br />

tenía tratos con los macateros <strong>del</strong> río que amarraban sus embarcaciones en nuestra barraca.<br />

Caraí Gervasio Aguirre se había construido una fortaleza en pleno bosque. Gruesos<br />

troncos de urundey formaban los muros de su refugio. El techo era también de esa misma<br />

madera dura. Este cubría dos oscuras piezas. Y éstas tenían troneras abiertas a los cuatro<br />

puntos cardinales. Una empalizada protegía la fortaleza; mejor dicho era la barbacana de la<br />

fortaleza, encerrando un área circular de unos treinta metros de diámetro. También de la<br />

madera más dura, de urundey, la empalizada tenía un solo portón provisto de pesados<br />

cerrojos, un par de grandes candados aseguraba los cerrojos.<br />

Caraí Aguirre armaba sus trampas de cazador con precisión y astucia consumadas. El<br />

tigre, la onza, el puma caían presos en las garras de acero de sus trampas mimetizadas en la<br />

maleza. Allí, en una desigualdad <strong>del</strong> [18] terreno <strong>del</strong> matorral verdísimo, ponía un trozo de<br />

carne cuyo olor recorría la selva con las brisas. El <strong>jaguar</strong>, la onza, el puma olían la carnada<br />

fatal y venían hacia donde Caraí Aguirre los acechaba armado de sus rifles. Cuando el<br />

animal caía en la trampa el cazador le disparaba en las fauces abiertas para no dañar sus<br />

pieles de gala. Caraí Aguirre tenía predilección por los <strong>jaguar</strong>es y los pumas. Llevaba las<br />

pieles de las fieras por él mismo desolladas a un muellecito que él había construido a un<br />

costado de la barraca. Los comerciantes fluviales le dejaban dinero y provistas en trueque<br />

de las pieles. Estas llevaban escrito su precio en un cartoncito cosido al extremo de las<br />

colas vaciadas.<br />

Era, pues, Caraí Gervasio, cazador y peletero.

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