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La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal

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- III -<br />

Bien: sigo ahora con la historia de aquel amanecer sobre el camino a cuya vera nos<br />

habíamos tendido a dormir la noche anterior.<br />

Como Cabrera y González, indiferentes a la luz <strong>del</strong> sol que ya empezaba a quemar,<br />

continuaban durmiendo plácidamente con las caras cubiertas por sus cascos de corcho,<br />

aproveché la ocasión de dar un paseo por los [161] alrededores de nuestro minúsculo<br />

campamento. Salí <strong>del</strong> camino para tomar una especie de pique que me habría de llevar a<br />

alguna parte.<br />

¿Quién había abierto ese pique entre la baja maraña? Nunca lo supe. A los pocos<br />

minutos de marchar por el sendero aquel, seco, arenoso, llegué a algo así como una<br />

explanada natural, rodeada por un verdadero bosque de altos cactos, de esos que dan higos<br />

rojos, golosinas de loros [162] y otros pájaros. Algo me llamó la atención hacia el extremo<br />

norte de lo que llamo explanada. Apuré el paso hacia ese algo todavía indiscernible,<br />

esparciendo la vista de un extremo a otro de lo que entreveía. ¿Qué serían esas formas<br />

oscuras que al explayar la mirada, y al concentrarla en uno y otro punto de la extraña<br />

visión, iban adquiriendo perfiles de figuras humanas?<br />

Sólo al llegar a pocos metros de aquellas figuras comprendí lo que había pasado allí.<br />

Meses atrás se habían librado en este sector unos combates que más que combates fueron<br />

matanzas. <strong>La</strong>s tropas paraguayas habían perseguido al enemigo en desesperada fuga. Los<br />

nuestros, victoriosos tras una maniobra fulminante, debían destruir los restos de lo que poco<br />

antes fueran poderosas unidades bien armadas.<br />

Sediento, el enemigo se dispersaba por los campos, huía <strong>del</strong> camino por donde<br />

avanzaban sus perseguidores y, muchos infelices exhaustos, buscaban la sombra de algún<br />

árbol raquítico, ya sin fuerza para seguir corriendo. Sus oficiales, cargando la artillería en<br />

los pocos camiones que les quedaban a los vencidos, habían abandonado a la tropa a su<br />

trágico destino.<br />

En el paraje de que hablo, unos veinte o más hombres enloquecidos de sed, habían sido<br />

alcanzados y no tenían escape.<br />

Los hombres, formando dos filas, uno detrás de otro, debieron de hincarse de rodillas<br />

pidiendo cuartel, juntando las manos en desesperada súplica.<br />

Pero no, no hubo cuartel, no hubo piedad. Es más: si caían prisioneros no podían ser<br />

evacuados hacia la retaguardia de sus enemigos porque estos apenas tenían camiones para<br />

su propio uso, y apenas una mísera ración de agua para aliviar su sed.

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