La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal
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Yo miré de reojo a unos colegas norteamericanos que estaban próximos y vi que nadie<br />
parpadeaba siquiera.<br />
¿Sería yo alojado en una de esas espartanas alcobas multiseculares de disciplinados<br />
estudiantes acostumbrados sin chistar a aquel rito entre cuartelero y monacal?<br />
Pero ya toma la palabra don Ramón Menéndez Pidal. No ha cambiado casi nada desde<br />
cuando publicó, por ejemplo, <strong>La</strong> España <strong>del</strong> Cid. <strong>La</strong> barba la tiene blanca desde hace medio<br />
siglo; sobre la frente espaciosa peina un cabello no muy escaso. Sus anteojos me son<br />
familiares por fotografías que he observado mil veces. Todo el salón enorme lo escucha con<br />
recogimiento. Su voz bien timbrada nos llega a todos clara y segura: [170]<br />
«A comienzos <strong>del</strong> siglo había en el mundo solamente dos hispanistas. Éramos Raymond<br />
Foulché-Delbosc (1864-1929) y yo. Hoy hay, en 1962, centenares de hispanistas de muchas<br />
naciones de Europa y de América. Aquí en esta ilustre casa, vemos a más de trescientos...»<br />
Esto dijo o algo parecido. [171]<br />
En la universidad de Oxford<br />
Apariciones <strong>del</strong> Steward<br />
- II -<br />
Cae la noche sobre Oxford cuando penetro en el antiquísimo aposento donde durmieron<br />
estudiantes de muchas generaciones oxonienses. Este aposento me ha sido designado por la<br />
Universidad. Aquí debo pasar yo todas mis noches hasta la terminación <strong>del</strong> Congreso de<br />
Hispanistas. No sé por qué la penumbra silenciosa que hay aquí me parece extraña. Miro<br />
los muebles viejos, sólidos, la mesa, los anaqueles, que remotos carpinteros labraron como<br />
para que duraran siempre. Miro la enorme cama que será mi cama: tiene sábanas muy<br />
blancas y una almohada que parece inflada. A los pies de la cama hay dos o tres frazadas<br />
que, plegadas geométricamente, forman como un muro de lana parda. El piso es de<br />
gastadas lozas cuadradas. En los rincones de las cuatro grosísimas paredes de color<br />
blancuzco, se adensa la penumbra. Sobre todo en dos de ellos donde ya no veo el ángulo.<br />
Me sobrecoge una no esperada aprensión.<br />
Me parece que los siglos que transcurrieron en el aposento asumen una luminiscencia<br />
fantasmal. Es como si adoptaran una materialidad incierta, es como si fueran seres<br />
vivientes, que de algún modo me observaran con apagado destello. Me río de mí mismo<br />
con una risa, audible en el recinto, muy poco tranquilizadora. ¿Tendré, en rigor, [172]<br />
miedo? Creo que sí; hay que confesarlo. Y hay que dominarlo. Avanzo hacia la alta y ancha<br />
ventana, paralela a la cual se sitúa la cama multicentenaria. <strong>La</strong>s maderas de la ventana están<br />
entreabiertas; dejan ver barrotes de hierro forjado que forman una reja pesadísima, porque<br />
parece la reja de un calabozo destinado a peligrosos reclusos.