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La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal

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Roa en este abril de 1990). Un profesor norteamericano de apellido escocés debía hacer mi<br />

presentación, según el programa <strong>del</strong> congreso. Este profesor era conocido en los ambientes<br />

académicos <strong>del</strong> hispanismo estadounidense. Había publicado una voluminosa antología de<br />

literatura hispanoamericana, amén de muchos artículos que -según Don Américo Castro-<br />

eran «embutidos de erudición» sin una chispa de sentido estético. Como persona, muy<br />

simpático, muy jovial, muy «político». Poco antes de iniciarse el acto lo vi hablar<br />

confidencialmente, al oído de unos colegas. Adiviné -fue puro pálpito- que no quería<br />

presentarme acaso por ser yo mucho más joven que él y no juzgarme digno de tal honor. No<br />

se fue <strong>del</strong> salón; se sentó en tercera o cuarta fila hablando animadamente con colegas de su<br />

edad. <strong>La</strong> maniobra de este señor fue hábil y eficaz. Me [180] presentaría un profesor<br />

argentino, joven como yo, recién llegado de la Plata o Tucumán. No recuerdo su nombre,<br />

pero sí lo que dijo: se mostró muy cordial y elogioso; dijo haber leído (u oído hablar de)<br />

libros y de ensayos míos publicados en los últimos años en más de un país. Me alegré de<br />

que el «viejo político» no me presentase y sí de que lo hiciera un mozo de mi generación.<br />

En el auditorio -unas ochenta personas, acaso más- vi a nuestro compatriota el filólogo<br />

Marcos Morínigo. Me alegró su presencia.<br />

Comencé a leer mi escrito con la certeza de que sería bien recibido, de que el tema no<br />

resultaría indiferente porque hacía resaltar los méritos de Roa enmarcando con mi prosa<br />

discursiva la conmovedora prosa poética de Hijo de hombre. A medida que avanzaba en la<br />

lectura advertí que mi voz retumbaba en el salón y que todos los oyentes, brillantes los ojos,<br />

me escuchaban con absorta atención. Sí, el tema resultaba interesante; las citas de Roa<br />

producían el impacto anticipado. Cuando me acercaba al final ya estaba yo seguro de que<br />

este último aserto sería juzgado como incontrovertible:<br />

«Se puede hoy decir que Roa Bastos, con esta gran novela americana, es el verdadero<br />

fundador de una tradición novelística paraguaya en que la vida de un pequeño gran pueblo<br />

ha de reflejarse con toda su grandeza y su miseria, sus ideales y fracasos y constituir así un<br />

arte auténtico que incite a la realización <strong>del</strong> noble destino a que está llamado el Paraguay».<br />

Debo decir en honor de Sr. X, el que se negó a presentarme, que fue de los primeros de<br />

venir hacia mí, terminado el acto, con la diestra tendida, con una amplia, amable sonrisa y<br />

cálidas palabras de felicitación.<br />

* * * [181]<br />

Aquella noche, aún temprano, apagué la luz y me dormí profundamente. Pero si mi<br />

sueño fue profundo, apacible, reparador, en aquel ámbito que sugería la turbadora presencia<br />

de espectros fosforescentes en la tiniebla, ámbito al que felizmente estaba ya habituado, mi<br />

despertar fue estrepitoso, violento.<br />

Cuando el nuevo día centelleaba sobre las góticas estructuras de Oxford, se precipitó<br />

dentro <strong>del</strong> aposento el steward profiriendo destemplados gritos. Esta vez, no obstante, el<br />

miserable no iba a aterrorizarme impunemente. En instantánea reacción, él me vio de pie,<br />

en medio de la pieza, blandiendo, furioso, el bastón. Y yo vi en sus ojos pequeños un brillo<br />

de terror:

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