La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal
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echaba a usted el grueso de mis tropas sobre el ala izquierda. <strong>La</strong> tercera, la cuarta vez, la<br />
maniobra resultó muy fácil; todo el mundo sabía [71] perfectamente lo que debía hacer.<br />
Hoy hice que me despertaran media hora antes <strong>del</strong> ataque.<br />
Y diciendo esto el mayor Otero tomó de sobre su mesa una petaca llena de cigarrillos e<br />
invitó a fumar al prisionero.<br />
* * *<br />
El pequeño ejército vencedor siguió su marcha sin que nadie lo detuviera hasta las<br />
estribaciones de los Andes. Los prisioneros fueron evacuados a retaguardia en camiones sin<br />
más centinela que un soldadito soñoliento. No había peligro de que nadie se escapase.<br />
¿Hacia dónde, en aquel desierto inmenso?<br />
El día en que el mayor Bermúdez iba a ser evacuado se encontró solo, de pronto, entre<br />
un grupo de soldados enemigos, bajo un cobertizo de paja. Serían las dos de la tarde. El<br />
mayor tenía una expresión avinagrada y estaba sombríamente taciturno. Sobre el cuerpo<br />
alto y <strong>del</strong>gado no le quedaban más que el uniforme y sus altas botas de caña roja. Todo lo<br />
demás, reloj, cartera, pistola, brújula, había sido secuestrado o, para emplear la palabra<br />
dialectal, «requechado». Conservaba en su continente, sin embargo la dignidad <strong>del</strong> hombre<br />
orgulloso, acostumbrado a mandar. Cruzados los brazos sobre el pecho, Bermúdez miraba<br />
hacia el norte, hacia donde se había deshecho su poder y aniquilado su Destacamento.<br />
Un gigantesco soldado vestido con sucio uniforme verdoso, altísimas perneras de cuero<br />
que le cubrían las extremidades desde los talones hasta el fin de los muslos, y con el<br />
machete colgándole <strong>del</strong> cinturón en ancha vaina oscura, lo contemplaba con sus negros ojos<br />
aindiados. El soldado echó una larga mirada sobre las botas rojas y luego [72] apartando a<br />
dos camaradas que le cerraban el paso y que junto a él parecían muy bajos, avanzó hacia el<br />
prisionero:<br />
-Dame tu bota -le dijo plantándosele enfrente, con voz lenta. El gigante había puesto los<br />
brazos en jarras y lo miraba a los ojos. No tenía prisa ni hacía ningún gesto amenazador.<br />
Quería las botas y las tendría.<br />
El mayor no movió los labios pero le sostuvo la mirada sin pestañear.<br />
-Dame tu bota, te dije -insistió el soldadazo y, entonces, con el índice de la dura diestra<br />
cobriza, le señaló las prendas rojas que despertaban su codicia.<br />
Hasta ese momento, en plena siesta canicular, todo parecía dormir y la violencia de los<br />
combates recientes había cedido lugar al perezoso bochorno <strong>del</strong> descanso en la siesta<br />
abrasadora. Pero ahora el grupo de hombres reunidos bajo el cobertizo se animó. Otros<br />
soldados que yacían adormilados no lejos levantaron la cabeza. Alguien silbó. Hubo una<br />
tensa expectativa. Una exclamación en guaraní hizo reír a todo el grupo. Sólo el mayor y el<br />
soldadote permanecían mudos, mirándose.