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La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal

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estatura desde el primero hasta el sexto. Y de pronto, cuando menos lo espero -yo no sé<br />

nada de los ritos de la escuela- de pronto estalla el Himno como un inmenso clamor épico<br />

disparado desde mil gargantas estentóreas. Es como el derrumbe súbito de una vidriera<br />

gigantesca sobre el patio:<br />

¡A los pueblos de América infausta<br />

tres centurias un cetro oprimió!<br />

Años, muchos años después, voy a encontrar en un poema la exacta expresión de lo que<br />

ahora me parece no precisamente un clamor humano que se levanta en mi contorno, sino<br />

algo fragoroso, terrible, que sobre mí, que sobre el ámbito en que estoy, se desploma. Dice<br />

Lugones al final de su famosa «Tormenta»: ¡Y el firmamento entero se desplomó en un<br />

rayo como un inmenso techo de hierro y de cristal!<br />

Yo experimento un terror nunca jamás sentido. ¡Qué susto me ha dado el Himno de la<br />

patria! Anonadado, crispado, mientras dura el canto aterrador hago un heroico esfuerzo<br />

para sofocar sollozos y contener lágrimas. Es que yo tengo seis años y por primera vez me<br />

han puesto entre tantos congéneres de seis, de siete, de ocho, de nueve, diez, once, doce<br />

años, algunos ya altos, grandes, burlones. Yo vivo en una casa cuyos dos patios son de área<br />

reducida. Uno, el <strong>del</strong> frente, embaldosado, es angosto aunque bastante largo; el otro, el <strong>del</strong><br />

fondo, es de tierra cuadrangular, y tiene varios árboles. A esto se reduce todo el recinto en<br />

que se me permite jugar. <strong>La</strong> calle me está prohibida; prohibida me está [107] la plaza San<br />

Roque. Son lugares vitandos. Yo suelo envidiar a esos chicos «callejeros», a esos chicos no<br />

bien educados que corren dando gritos por las aceras y juegan alborotando en la plaza.<br />

Porque estos chicos con quienes no se me permite relacionarme, son libres; yo, en cambio,<br />

soy un prisionero a quien se educa con mucho cuidado de que no se contamine. <strong>La</strong> buena<br />

crianza -a veces no bien aprovechada- tiene alto precio...<br />

Y ahora estoy aquí en la escuela, lugar desconocido y desagradable, vigilado, por<br />

maestras casi todas graves, solemnes, que me parecen hostiles, mientras innumerables<br />

chicos, completamente a sus anchas en la multitud que forman, cantan a todo pulmón bajo<br />

un cielo muy vasto sobre el vasto patio; un cielo que poco a poco vuelve a ser azul; un cielo<br />

de luz que ciega y quema.<br />

Recuerdo aún los nombres de varias maestras, personas seguramente muy meritorias,<br />

admirables por su capacidad para un trabajo arduo, mal remunerado y rara vez bien<br />

agradecido. Recuerdo a la regente Rosa Ventre, de ojos de un verde fulgurante, de porte<br />

digno y autoritario; a la subregente Lidia Velázquez, hermosa, pulcra, distinguida; recuerdo<br />

a Carolina Ventre, hermana de Rosa y como ella de fulgurantes ojos verdes.<br />

Lidia Velázquez es físicamente la persona más notable de la escuela, después de la<br />

directora; pero a la directora no se la ve casi nunca; ella tiene su despacho en el piso alto,<br />

lejos de sus súbditos. Lidia Velázquez es algo corpulenta; es blanca y atildada. Se mueve<br />

con lentitud majestuosa sobre sus tacones siempre altos dejando tras sí una como nubecilla<br />

invisible de perfume. Lidia Velázquez es quien me ha conducido desde el zaguán al patio<br />

alto <strong>del</strong> ala derecha en que están formados los escolares.

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