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La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal

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afable, se convirtió en poco tiempo en íntima amiga de mi madre. Eran ellas temperamentos<br />

muy afines. Y los Abel, que no tenían hijos, pronto fueron como tíos nuestros, esto es, de<br />

los cuatro chicos de la casa Nº 380 de la calle Wilson. El marino y su esposa, como suele<br />

sucederle a matrimonios sin progenie, veían en niños ajenos una suerte de imagen de los<br />

que podían haber sido suyos. En plena guerra civil la llegada de estos instantáneos amigos<br />

<strong>del</strong> sur -¡y tan <strong>del</strong> sur!- fue una gran alegría para nuestros padres y, como dije, la familia<br />

toda. Maruja Costerg y el capitán nos visitaban casi todos los días. No mucho después de<br />

terminada la revolución fueron los dos a Carmen de Patagones y allí fotografiaron la casa<br />

natal de mi padre. Es una casa de dos plantas que hasta hoy ocupa una esquina de la ciudad<br />

sureña, y que en un día acaso no lejano se convierta en una de «las casas antiguas» de la<br />

Capital Federal argentina.<br />

Los Abel me regalaron un caballito blanco de juguete, con montura y riendas de cuero<br />

de verdad. Creo que ellos también me regalaron unos preciosos soldaditos de plomo de<br />

muy diversas posturas marciales. Maruja Costerg de Abel fue madrina de nuestra hermanita<br />

María Teresa. Maruja Costerg era de una familia dueña de una isla en el río Negro, río, que<br />

baña la tierra natal de los Abel y de los Rodríguez y Alcalá de Patagones.<br />

Yo no sabía, claro está, quién peleaba contra quién ni por qué motivo. El cañoneo muy<br />

cercano -lo cercano era el lugar mismo desde donde disparaban piezas de artillería- el<br />

cañoneo digo, hacía retemblar nuestra casa. Los vidrios de las ventanas sujetos a la madera<br />

con tiras de masilla reseca no muy ceñidas a ellos, tembleteaban amenazando hacerse<br />

trizas. ¡Qué emocionante el estampido apabullador de los [123] Vickers, el crepitar de<br />

ametralladoras y fusiles, el silbido de las balas que cruzaban el aire, en varias direcciones<br />

por encima de nuestra casa! Nuestra casa estaba separada de la casa paredaña de los<br />

Scholari-Garcete por un altísimo murallón pintado a la cal. Entre este murallón y las<br />

habitaciones de nuestra casa, había un largo patio embaldosado. En ese patio, bien<br />

protegido por el paredón y las habitaciones en fila de nuestra casa había bastante seguridad.<br />

<strong>La</strong>s balas perdidas que venían en dirección <strong>del</strong> paredón, solían picotear en él y caer ya sin<br />

fuerza alguna sobre el patio envueltas en rovoque arenoso y calizo. (Hay que tener esto en<br />

cuenta cuando se lea el poemita con que remato mis recuerdos de la guerra civil). ¡Esas<br />

balas perdidas eran tan codiciadas! Tenían la camisa de acero abierta en formas caprichosas<br />

y el plomo se les salía de la camisa formando esculturitas de vanguardia como el plomo<br />

derretido echado en agua fría el día de San Juan.<br />

No recuerdo cómo podíamos conseguir tantas cápsulas de proyectiles de fusil y aun de<br />

cañón. <strong>La</strong>s de fusil, de lustroso bronce, resplandecían aún más que el oro cuando las<br />

fregábamos con trapo humedecido en jugo de limón mezclado con ceniza.<br />

Daba gusto convertirlas en joyas. Después había que convertirlas en otra cosa. Les<br />

hacíamos un orificio cerca de la base o de lo que en francés se llama cul. Este orificio<br />

correspondía al oído de nuestros cañones de la Triple Alianza, los <strong>del</strong> bando paraguayo, se<br />

entiende, porque los Aliados tenían cañones de retrocarga.<br />

Bien: las cápsulas ya provistas de oído eran montadas sobre un trozo de madera de<br />

forma paralelepípeda, uno de cuyos extremos tenía algo como gradas labradas a cuchillo o<br />

formón. Cuatro ruedecitas de algún vagón de tren ya desechable y colocadas una frente a

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