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La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal

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debían igual número de muertes; los dos como todos aquellos fugitivos de la justicia de uno<br />

o más de los tres países limítrofes, habían cambiado de identidad por lo menos una vez. Yo<br />

ya no era inexperto en mi trato con criminales. Casi tres años en la inmunda cárcel<br />

capitalina me habían enseñado cómo ganar la confianza de esta gente. Cada cual tiene su<br />

punto flaco. Había también aprendido a descubrir y a apreciar en renombrados asesinos<br />

cualidades nada malas. Ahora iba a comprobar que en plena jungla paranaense no faltaba<br />

una ética, una ética en algunos aspectos nada despreciable. Matar no estaba mal mirado. Se<br />

mataba por necesidad o por hombría o lo que se entendía por hombría de bien o de mal.<br />

Pero no se toleraba el robo. Existía una cierta honradez en que se podía [12] confiar. Por<br />

otra parte, la deslealtad, la traición eran consideradas abominables.<br />

* * *<br />

Como perseguido político me vi obligado a refugiarme en aquella selva salvaje <strong>del</strong> Alto<br />

Paraná. Yo estaba algo desconcertado. Conocía bien el río Paraná desde Corrientes hasta<br />

Posadas y Encarnación. Un río anchísimo, tranquilo, de un color azul plata y con<br />

verdísimas islas. Pero subiendo hacia el norte, hacia donde estaba mi obraje, el río se hacía<br />

angosto y oscuro entre murallones altísimos, de hasta más de cien metros por encima de las<br />

aguas. A los pies de estos murallones de basalto o arenisca, se retorcía un caudal hirviente<br />

en remolinos, ya no azul como más abajo sino de un color gris y triste. Así me pareció.<br />

Además tan retorcido es el voraginoso cauce que los ojos no pueden complacerse en la<br />

visión de un panorama extenso de agua más o menos turbulenta. En los innumerables<br />

recodos <strong>del</strong> Alto Paraná la vista se estrella contra esos gigantescos paredones sobrevolados<br />

por aves de rapiña. Porque entre recodo y recodo, entre vueltas y revueltas no se ve más<br />

espacio de agua que el que alcanza una pedrada.<br />

-Me espera una vida perra en estas selvas -pensé- aquí <strong>jaguar</strong>es y pumas no han de ser<br />

más feroces que los bandidos que las infestan.<br />

Por esto me armé de todo el valor de que era capaz para enfrentarme con los veinticuatro<br />

individuos que serían los peones a mi mando. <strong>La</strong> cárcel, sin embargo, mi larga reclusión en<br />

una cárcel de criminales como si yo fuese uno de ellos, me permitió saber en poco tiempo<br />

que yo podía hombrearme con los ex convictos <strong>del</strong> Alto Paraná. [13]<br />

Al terminar la junta con los peones les prometí comunicarles mi decisión al día<br />

siguiente. Y así lo hice. El capataz sería Toribio Vera. Toribio Vera, bizco, rengo, ladino,<br />

sonreía casi todo el tiempo. Su sonrisa, al prolongarse en la mejilla izquierda, se unía a una<br />

morada cicatriz. <strong>La</strong> puñalada que años antes le había abierto la mejilla, sólo se le había<br />

detenido detrás de la oreja, de la oreja izquierda, se entiende. Le faltaba el lóbulo. Pero la<br />

negra y apelmazada melena de Toribio Vera disimulaba bastante bien la ausencia <strong>del</strong><br />

lóbulo.<br />

-Señor Toribio Vera -le dije cuando estuvimos solos a la sombra de un altísimo lapacho-<br />

. He pensado en usted; soñé con usted. Cuando sueño, respeto mis sueños. Siempre dicen<br />

algo. Usted, después de mí será el amo de este monte.

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