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La doma del jaguar - Biblioteca Virtual Universal

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Pero, sugestionado como estaba yo por la ficción fascinadora, me pareció que de alguna<br />

manera yo vería brillar, cerca de la estación, la lámpara dejada encendida sobre la acera con<br />

su círculo de luz amarillenta. Fantasías veintenarias, claro está, de un aprendiz de poeta.<br />

Cruzamos la frontera de Florida, entramos en Georgia y llegamos, un claro día, a<br />

Atlanta. En la estación había un solo tren, el tren en que veníamos desde Miami. Yo bajé<br />

corriendo <strong>del</strong> pesado vagón: había visto algo que me interesaba mucho. Había, no lejos, un<br />

stand de tiro al blanco con rifles de aire comprimido. Por una moneda se podía alquilar uno<br />

de los rifles y luego disparar sobre blancos que, acertados, daban derecho a no sé qué<br />

premios. Siempre me gustaron las armas; primero las de juguete y después las de verdad,<br />

esto es, de fuego, y de varios calibres. Muchos años después, ya instalado cómodamente en<br />

California, mi condición de profesor me permitiría adquirir todo un arsenal de rifles,<br />

revólveres, pistolas, escopetas. Pero esta [186] es ya otra historia que tiene, sí, algún<br />

interés, y no viene al caso.<br />

En el stand de tiro perdí la noción <strong>del</strong> tiempo. Disparé no sé cuántas docenas de veces<br />

con un rifle que parecía de verdad, hasta que de pronto oí una pitada de tren. ¿Se iría ya mi<br />

tren? Corrí hacia el andén, pero ahora en vez de un solo tren, había en la estación media<br />

docenas de trenes y ¿cuál era el mío? Nadie podía decírmelo porque mi ignorancia <strong>del</strong><br />

inglés no me permitía preguntar cuál, de los varios trenes idénticos, iba hasta Madison<br />

Wisconsin. ¡Qué desesperación! Todo mi equipaje, mi sombrero, mi sobretodo, estaban en<br />

el tren no identificable. Mis fondos, apenas llegaban a cien dólares. Quiso mi buena suerte<br />

que reconociera yo asomada a una ventanilla, a una señora anciana que durante el viaje<br />

hasta Atlanta me había sonreído alguna vez. <strong>La</strong> señora me hizo señas urgentes: sabía ella<br />

que yo no hablaba inglés. Corrí hacia la escalerilla de hierro. En ese instante el tren se puso<br />

en marcha.<br />

Días después, dos o tres, no sé cuántos, mi tren se detuvo en la estación de Madison.<br />

¡Había llegado a mi destino! Ahora estoy solo en la estación, entre un gran gentío<br />

azacanado. ¿Qué hacer, Dios mío, entre esas gentes que hablan un idioma incomprensible,<br />

yo, con dos pesadas maletas y mucho susto? Pero alguien de pronto se me acerca solícito.<br />

Es un gigante fornido que lleva una gorra de visera negra y encima de esta una especie de<br />

letrero que dice TAXI.<br />

Yo le entrego las maletas que él me pide, y lo sigo. Y pronto me encuentro dentro de un<br />

coche amarillo. [187]<br />

Madison, Wisconsin<br />

Hermosa, hermosísima ciudad la capital de Wisconsin. Todo en ella es limpio, todo<br />

respira riqueza, orden, higiene. Recordé el famoso poemita de Bau<strong>del</strong>aire:<br />

Là, tout n' est qu' ordre et beauté,<br />

Luxe, calme et volupté.

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