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Edad de Cristal Guillermo Enrique Hudson Las - AMPA Severí Torres

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<strong>Edad</strong> <strong>de</strong> <strong>Cristal</strong> <strong>Guillermo</strong> <strong>Enrique</strong> <strong>Hudson</strong><br />

aun cuando bello, lo llena <strong>de</strong> un terror in<strong>de</strong>finible. Yo sabía, y el saberlo sólo intensificaba<br />

mi pena, que mi agitación, la lucha <strong>de</strong> mi espíritu por recobrar esa vida perdida eran como<br />

los vanos aletazos <strong>de</strong> algún pájaro <strong>de</strong>l monte llevado a miles <strong>de</strong> kilómetros sobre el mar, en<br />

el cual, finalmente, habrá <strong>de</strong> caer y perecer.<br />

Tal estado mental no pue<strong>de</strong> perdurar por más <strong>de</strong> unos pocos momentos y al<br />

esfumarse, quedé nostálgico y <strong>de</strong>sanimado.<br />

Con la mirada apagada, sin alegría en los ojos, seguí mirando por más <strong>de</strong> una hora la<br />

perspectiva <strong>de</strong>l bajo; ya di por perdida toda esperanza <strong>de</strong> ver a Yoleta, al no haber, hasta<br />

ese momento, hallado una sola persona <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que comencé a andar. A mi alre<strong>de</strong>dor la cima<br />

estaba salpicada <strong>de</strong> pequeños lirios <strong>de</strong> un <strong>de</strong>licado color azul y los picachos vecinos<br />

aparecían todos <strong>de</strong> un tono cerúleo. Más abajo, esto se transformaba en la púrpura <strong>de</strong> las<br />

la<strong>de</strong>ras y el rojo <strong>de</strong> los llanos, mientras que los valles orlados <strong>de</strong> rojo eran como ríos <strong>de</strong><br />

fuego amarillo rojizo. A la distancia la niebla autumnal ofrecía un efecto subyugante y<br />

armonioso sobre ese mar <strong>de</strong> brillante color y más lejos, sobre el inmenso horizonte, todo se<br />

diluía en un suave azul universal. Sobre este florido paraíso mis ojos vagaban inquietos,<br />

pues tenía impaciencia en el corazón y había perdido el po<strong>de</strong>r <strong>de</strong> gozar. Con una leve<br />

amargura recordé alguna <strong>de</strong> las palabras que el padre me había dicho esa mañana. Todo<br />

estaba muy bien, pensé, para este venerable <strong>de</strong> blancas barbas que habló <strong>de</strong> refrescar el<br />

alma con la contemplación <strong>de</strong> tanta belleza; pero él parecía per<strong>de</strong>r <strong>de</strong> vista el importante<br />

hecho <strong>de</strong> que había una consi<strong>de</strong>rable diferencia entre nuestras respectivas eda<strong>de</strong>s; que la<br />

violenta sed <strong>de</strong>l corazón, que él dudosamente hubiese experimentado una vez en su vida,<br />

como hambre física, no pue<strong>de</strong>n apagarse con espléndidos crepúsculos, arco-iris o lirios<br />

arco-iris, no importa cuán bellas apareciesen ante los ojos.<br />

De pronto, en un segundo picacho más bajo <strong>de</strong> la larga montaña a la cual había<br />

ascendido, divisé una persona a caballo, <strong>de</strong>tenida, inmóvil como una figura <strong>de</strong> piedra. A la<br />

distancia el caballo no parecía más gran<strong>de</strong> que un galgo. Era tan maravillosamente<br />

transparente el aire <strong>de</strong> la montaña que con claridad reconocí a Yoleta como la jinete y salté<br />

sobre mi cabalgadura mientras agitaba mi mano para atraer su atención, al tiempo que<br />

galopaba temerariamente cuesta abajo, mas, cuando alcancé el picacho opuesto ya no<br />

estaba ahí, ni en ninguna parte: era como si la tierra se hubiese abierto y la hubiese<br />

<strong>de</strong>vorado.<br />

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