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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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Capítulo 9. La cabeza parlante<br />

Había caído el verano sobre la isla como si ante ella se hubieran abierto las puertas de un<br />

gran horno. Ni siquiera a la sombra de los olivos se estaba fresco, y el griterío continuo y<br />

penetrante de las cigarras parecía crecer en intensidad e insistencia con cada mediodía azul y<br />

caluroso. Encogíase el agua de charcas y acequias, y el lodo de sus orillas, rizado y agrietado<br />

por el sol, adquiría formas de rompecabezas. El mar estaba quieto y terso como un fardo de<br />

seda, y las aguas bajas ya no refrescaban de puro caldeadas; para eso había que salir en barca<br />

hasta aguas profundas —tú y tu reflejo lo único en movimiento— y tirarse por la borda. Era<br />

como zambullirse en el cielo.<br />

Era la época de las mariposas diurnas y nocturnas. De día, en las laderas de los montes, de<br />

donde el sol implacable parecía haber extraído hasta la última gota de humedad, se veía a los<br />

grandes y lánguidos papilios, vagabundeando con elegante aleteo de matorral en matorral; las<br />

fritilarias, de un color naranja tan fiero y encendido como el de un ascua, que revoloteaban<br />

veloces y eficientes de flor en flor; las blancas de la col; las amarillas Colias croceus, y las<br />

limoneras, amarillo limón y anaranjado, que bordoneaban de acá para allá con alas<br />

desaliñadas. Entre las hierbas ronroneaban los hespéridos, cual peludos avioncitos pardos, y<br />

en las lajas brillantes de yeso se posaban las almirantes rojas, estridentes como bisutería<br />

barata, abriendo y cerrando las alas como si se estuvieran muriendo de calor. De noche cada<br />

lámpara se convertía en una pobladísima metrópolis de mariposas nocturnas, y en el techo las<br />

rosadas salamanquesas de ojos grandes y pies aplastados se atiborraban hasta que casi no se<br />

podían mover. Las esfinges de la adelfa, verde y plata, llegaban zumbando de improviso, no<br />

se sabía de dónde, y en amoroso frenesí se precipitaban contra el quinqué, con tanta fuerza<br />

que rompían el cristal. Las mariposas de la muerte, moteadas de negro y miel, con la macabra<br />

calavera y las tibias cruzadas bordadas sobre la pelusilla del tórax, bajaban dando tumbos por<br />

el tubo y aleteaban temblorosas en la rejilla, emitiendo chirridos de ratón.<br />

Monte arriba, donde el sol tostaba los matorrales de brezo, circulaban las tortugas, los<br />

lagartos y las culebras, y las mantis colgaban entre las hojas verdes del arrayán,<br />

columpiándose lentas y malignas. Las primeras horas de la tarde eran las mejores para<br />

estudiar la fauna del monte, pero eran también las más calurosas. El sol te tatuaba el cráneo, y<br />

bajo las sandalias la tierra calcinada era una parrilla al rojo. Widdle y Puke le tenían miedo al<br />

sol y nunca me acompañaban a esas horas, pero Roger, estudioso infatigable de la historia<br />

natural, iba siempre conmigo, jadeando vigorosamente y deglutiendo la abundante saliva a<br />

grandes tragos.<br />

Corrimos muchas aventuras juntos. Aquella vez, por ejemplo, que contemplamos<br />

extasiados a dos erizos que, borrachos como cubas por las uvas caídas y semifermentadas que<br />

habían comido al pie de las viñas, correteaban en círculo y se tiraban belicosas tarascadas, con<br />

acompañamiento de agudos chillidos e hipidos. O aquella otra vez que vimos cómo un zorrito,<br />

rojo cual hoja en otoño, descubría su primera tortuga entre el brezo. La tortuga, con esa flema<br />

que les es propia, se replegó en la concha, hermética como un maletín. Pero el zorro había<br />

visto un movimiento, y, con las orejas tiesas, la rodeó cautelosamente. Luego, como era<br />

todavía un cachorrito, lanzó un manotazo rápido a la concha y reculó, esperando contestación.<br />

Después se echó y estuvo varios minutos examinando a la tortuga, con la cabeza entre las<br />

patas. Finalmente se adelantó con mucho tiento y, tras varios intentos fallidos, logró coger a la<br />

tortuga en la boca y, con la cabeza muy alta, se fue trotando orgulloso por el brezal. En<br />

aquellos montes vimos salir a las tortuguitas de sus huevos que parecían de papel, secas y<br />

apergaminadas como si nacieran ya milenarias, y allí presencié por primera vez la danza de<br />

apareamiento de las culebras.<br />

Estábamos sentados, Roger y yo, al pie de una mata alta de arrayán que ofrecía un<br />

cuadrito de sombra y algo de escondite. Habíamos levantado a un halcón de un ciprés

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